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Luces de candilejas

Vicente Molina Foix

El mejor actor americano de su generación, Kevin Spacey, se estrena teatralmente en Londres la semana que viene, pero ni usted ni yo lo veremos. La temporada de dos meses, en la que Spacey ocupa la cabecera del cartel de The Iceman Cometh de O'Neil, que una vieja traducción argentina en mi poder llama Pino el heladero, está vendida íntegramente desde hace 50 días, es decir, al poco de salir a la venta las entradas en el teatro Almeida, donde otra estrella extranjera del cine, Juliette Binoche, agotó también anticipadamente las localidades de su interpretación -en perfecto inglés- de Naked, la obra de Pirandello que cuando yo la leí en el volumen encuadernado en piel de Plaza & Janés se llamaba Vestir al desnudo. Una amiga londinense afortunada poseedora de dos entradas para la función del 23 de mayo me contó en febrero que ya tiene programadas sus salidas teatrales hasta el mes de julio; las reservas, en su mayoría por vía postal, empezó a hacerlas en diciembre.No todo el papel se agota a diario en todos los teatros del West End (y su off, al que pertenece por cierto el Almeida, cuya ejemplar trayectoria inició Pierre Audi y hoy goza del prestigio esnob de estar situado en el barrio de Islington, donde el día siguiente a las últimas elecciones abrió en camisón la puerta de su casa a los periodistas la esposa soñolienta de Tony Blair). Un quiosco de estilo vagamente tudor vende a mitad de precio de lunes a sábado en la céntricia Leicester Square las entradas que gente previsora como mi amiga no ha agotado en los meses previos (¿no habría, por cierto, una manera de copiar este invento en Madrid y en Barcelona?). Y otra noticia más, que hace que la envidia que en España sentimos los que algo tenemos que ver con el teatro no nos ponga del todo los dientes largos: en Gran Bretaña se da el paro entre los actores (ellos lo llaman rest, "descanso"), y para paliarlo han sacado una revista que los parados, vocean por la calle (si aquí se copia al meno sesa medida, el título estaría cantado: La Candileja).

Las comparaciones son odiosas, y hacerlas entre el teatro de Inglaterra y el de España profundamente cruel. La tradición nunca interrumpida y el grosor cultural nos separan, es cierto, y nuestros expertos señalan, con razón, que alli, y en especial en Londres, el teatro es una industria. (¿A que no afectó la guerra del Golfo a la producción de novelas o discos de música clásica? En Londres arruinó a más de un productor teatral, y a punto estuvo de desbaratar una maquinaria engrasada no sólo por la afición sino por el gran turismo y las agencias de venta anticipada, que en esa circunstancia cayeron en picado).

Ahora se convocan con euforia los premios Max, los Goya del teatro, y los expertos, los mismos de antes, anuncian que lo peor de la crisis ha pasado, insinuando que la próxima temporada -Talía mediante, que decía antes de sus estrenos un empresario ancien régime- puede ser para nuestro teatro lo que el 97 fue para el cine español. Aunque no a la formidable escala británica, el aparato existe, pero en una sociedad que tanto gusta de las presencias y en un mundo de representantes como es el de la interpretación, sigo pensando que no habrá un verdadero renacimiento hasta que las estrellas bajen del cielo y pongan los pies en el suelo de tablas de madera. ¿Star system en el tinglado de la antigua farsa? Nunca como hoy ha habido en España una cantidad tan grande de jóvenes y aún poco conocidos actores tan preparados, tan inquietos, tan polivalentes, pero sin los y las Velasco, Sacristán, Espert, Belén, Sardá, Charo López, Flotats, Rivelles, Marsillach y otros divos capaces de llenar teatros la baza de un nombre acreditado, ese entusiasmo que hace que alguien reserve unas entradas con tres meses de antelación será aquí, más que difícil, milagroso. Hablando de milagros ¿Llegará el día en que nuestros eximios sientan el orgullo del teatro, compaginando las recompensas del cine y la televisión con el grandioso sacrificio del escenario? Quizá entonces nosotros -el público inconstante y desagradecido- respondiésemos con gestos tan prodigiosos como el de apagar toda las luces en señal de duelo cuan do un gran cómico como Laurence Olivier muere en una ciudad como Londres.

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