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De bibliotecas y otras rosas

El señor Blair en el Reino Unido y a su zaga, en España, la señora Aguirre han anunciado que están dispuestos a dotar a todos los niños y adolescentes de un ordenador en sus escuelas. Está muy bien que sea así; pero en España convendría que imitáramos algo que vienen haciendo también los ingleses, y los alemanes, y otros europeos desde mucho tiempo atrás: la creación de una verdadera red de bibliotecas públicas y reabastecidas periódicamente mediante la intervención de los poderes del Estado. Los socialistas, los nuestros, lo prometieron hace mil años; después se les olvidó, y la bella rosa de las bibliotecas para todos se marchitó, no sé si para siempre, sí al menos para una temporada.Pero es una rosa inextinguible. Su perfume tiene siglos, y los bárbaros difícilmente la borrarán de nuestra memoria. Por que es la gran rosa del conocimiento. No del dato, no de la ficha, no de la consulta, que para eso están los CD-ROM, los ordenadores, los Internet, etcétera. No de la imagen, que nunca vale más que mil palabras, que para eso está el homo videns, que a algunos les gusta tanto. Sí del conocimiento, de la sabiduría, de la asimilación cultural y científica profunda. Para todos y por todos. La mayoría de la población puede encontrar en ellas el libro que ya no está a la venta, el que vale muy caro, demasiado, o aquél que se aspira a leer sin más pretensiones, que las casas -ya se sabe- cada vez son más pequeñas y albergan menos espacio para las estanterías. No hay dinero para comprarse todo libro que a uno le apetezca, ni espacio donde almacenarlo. Que nadie invoque la edad de la informática para ir contra la existencia de las bibliotecas públicas. Cumplen otra función, y, aunque pueden incorporar secciones informáticas, su núcleo decisivo no consistirá en éstas.

Naturalmente, esto exige un Estado beligerante en la materia, dispuesto a invertir sumas fijas y considerables en la adquisición de libros para sus bibliotecas.

Nadie saldrá perjudicado con políticas de este tipo: las editoriales venderán seguramente más, los empedernidos compradores de libros seguirán adquiriéndolos y el ciudadano más humilde y que no cifra el horizonte de su vida en las andanzas de la señora Mar Flores o en el título de Liga podrá utilizar posibilidades que hasta ahora en este país se le han negado. Ésta sería una línea clara de defensa y promoción del libro, que mal se defiende y promueve con dislates como el precio libre y otras cosas de este jaez.

Conservo en mi memoria la imagen de una pequeña biblioteca pública de mi ciudad natal donde leí a Neruda y a muchos poetas del 27. Era pequeña, silenciosa y siempre estaba llena. Los modales de quienes la frecuentaban eran suaves, leves, sosegados. Se venía de las calles abrumadas de gritos y calores del verano andaluz y se entraba en aquel pequeño imperio de serenidad y templanza. Era fácil moverse por aquella biblioteca. Apenas si había trámites para hacerse con un libro. Era un espacio de convergencia en aquella España aún agobiada por la pesadilla de la guerra civil.

Años después la derribaron y pusieron en su lugar una oficina o algo así. Quien ordenó su derribo llevaba un bárbaro en su alma hirsuta y greñuda, y seguramente se sintió muy contento, muy entero, muy él, cuando dio la orden de suprimirla.

Hoy, cuando es sólo un perfume en el recuerdo, un perfume de poetas y cantos y destierros, yo quiero agradecerle su lección de tolerancia, armonía y buenas maneras. Su lección de conocimiento que puso a mi alcance los versos de muchos de los mayores poetas del siglo. Me gustaría que brotaran en España muchas, bibliotecas como ella. Rosa de pétalos infinitos capaz de resistir los vientos de la barbarie.

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