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Tribuna
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Desde detrás de la cámara

Me recibió en su estudio de la Travessera de Grácia una tarde, hará cosa de un mes. Necesitaba documentarme para un reportaje sobre los premios Ciutat de Barcelona y él había ganado el primero de fotografía que se convocó, el de 1950, dotado con 5.000 pesetas, con una serie de seis instantáneas que reunió bajo el nombre de Octubre: imágenes de una Barcelona gris, adormecida, bañada por una luz tenue e irreal que él robaba magistralmente para verterla sobre el papel. Me sorprendieron, por encima de las demás, dos retratos. Uno estaba tomado desde lo alto de la estatua de Colón, mirando vertiginosamente hacia la base del monumento: la gruesa columna aparecía en la parte izquierda de la imagen, proyectando en el suelo una sombra ominosa. No había forma de imaginar dónde estaba el ojo que captaba aquella perspectiva, y así se lo dije. Con sonrisa traviesa, parapetado bajo sus gruesas gafas, Catalá Roca se aprestó a descubrir el enigma: el ojo no estaba efectivamente allí, tras aquel objetivo no había más que el vacío. Pero sí estaba la cabeza del fotógrafo, unos metros más allá: una cabeza que previamente había visto esa imagen y que luego simplemente la había realizado sirviéndose dé un palo y de un disparador a distancia.La otra fotografía era de una sobrecogedora belleza: la estación de Francia tomada desde el primer piso, con un tren humeante en la parte izquierda del cuadro y la luz desparramándose en cascada desde los altos lucernarios. A Catalá Roca no le gustaba nada comentar sus imágenes: éstas tenían que hablar por sí solas, sin ayuda de las palabras. Su aversión a los pies de foto era legendaria. En cambio, le gustaba mucho recrearse en las circunstancias en que había sido tomada una determinada instantánea. En el caso de la fotografía de la estación de Francia contó una historia digna de figurar en una película de Vittorio de Sica. En aquel primer piso había ni más ni menos que... ¡una fábrica clandestina de fideos! Suponía Catalá Roca que un ferroviario tenía montado allí su negocio particular y que se servía del servicio que tenía en el piso de abajo para distribuir sus productos por toda España.

Imágenes y recuerdos iban encadenándose plácidamente aquella tarde hasta que el fotógrafo recordó sus inicios profesionales. De repente, una sonrisa maliciosa apareció en su fina boca cuando empezó a rememorar la época en que retrataba cadáveres para libros de medicina forense. Su padre, también fotógrafo, había rechazado la oferta, pero él la aceptó para ganarse unas perras que le permitirían independizarse. Acudía por las tardes al depósito del Clínico y allí hacía posar a los cuerpos que tenía que retratar: no los manipulaba él, aclaró, sino los empleados de la morgue, de acuerdo con sus indicaciones. Una vez, prosiguió viendo por el rabillo del ojo que su escabrosa narración iba asumiendo al entrevistador en el más profundo de los horrores, se le planteó una cuestión compleja: el forense necesitaba destacar los eccemas de la piel de un muerto, pero era importante que aquellos desgarros no se confundieran con el rosetón que deja la pólvora en una herida de bala. Catalá Roca dió con la solución: lo que le pedía el galeno era que destacara el rojo de la irritación y no el azulado que deja el arma de fuego. Y fue así como hizo su primera fotografía en color.

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