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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Notable en Maastricht

HACE TIEMPO que la opinión pública -española y europea- y los mercados dan por hecho que España formará parte de la tercera fase de la unión económica y monetaria (UEM), es decir, de la moneda común. Las cifras de inflación y déficit público de 1997, conocidas recientemente, confirman que España se integrará holgadamente en el proyecto europeo, con unas credenciales macroeconómicas brillantes. La tasa de inflación armonizada se situó en el 1,9%, mientras que el déficit en términos de contabilidad nacional estará por debajo del 2,8% del PIB, cuando el umbral de entrada fijado en Maastricht es el 3% del PIB. Estas cifras, más la de deuda pública (69,6% del PIB, pero descendente) y los tipos de interés permitirán a España figurar entre los países que mejor han ejecutado el ajuste macroeconómico para cumplir las condiciones de convergencia.La participación de España en la moneda común europea -el euro- es una de las operaciones políticas y económicas de mayor alcance en la que está España en este siglo. Por otra parte, el cumplimiento de los objetivos de convergencia ha provocado un saneamiento de las economías de las empresas y de las familias sin parangón en la reciente historia española, al menos desde la instauración de la democracia. Estos hechos, cuya importancia valoran especialmente los ciudadanos, deben ser analizados con prudencia y con el triunfalismo justo para felicitarse porque las autoridades económicas españolas hayan acertado con el ajuste final de las cifras exigidas en el examen de Maastricht. La importancia histórica de la integración en el euro difícilmente podrá ser menospreciada en el futuro.

Pero analizar es precisar. Casi todos los países -con la excepción probable de Grecia- cumplirán también los criterios de convergencia. Tal universalidad confirma que el área económica europea se ha beneficiado de una etapa de persistente deflación, de una cierta tolerancia en la consideración de los ajustes presupuestarios -la contabilidad creativa está muy extendida- y del beneplácito político de Alemania, que ha entendido que la creación de una moneda común es un proceso fundamentalmente político. Existen todavía riesgos de que el proceso se endurezca y se vuelva a una exigencia de rigor extremo; pero este riesgo disminuye conforme se aproxima mayo, en cuyo primer fin semana se ha de tomar la decisión de quiénes pasarán al euro en enero y a qué tipos bilaterales de cambio entre las monedas participantes.

Desgraciadamente, el feliz cumplimiento de los objetivos de Maastricht oscurece todavía más, por contraste, el mediocre comportamiento del empleo en España y confirma la inquietante sensación de que el paro es un fenómeno gravísimo que está al margen de la lógica de la economía. La brillantez de las cifras en inflación o déficit público contrastan con la apagada generación de empleo en 1997: 371.000 puestos de trabajo creados en 1997, 30.000 menos que el año anterior, a pesar de que la tasa de crecimiento económico el año pasado superó el 3% y los costes laborales se están moderando. De forma que, si en 1998 el Gobierno no se enfrenta decididamente al problema del paro con políticas activas que vayan más allá de confiar ciegamente en el crecimiento, la tasa actual de paro -el 20,3%,- volverá a crecer en cuanto cambie la tendencia del ciclo económico.

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