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De lo viejo y de lo nuevo

Andrés Ortega

Hay cosas nuevas y cosas viejas. Pero algunas que parecen nuevas en realidad pueden beber en fenómenos que les preceden. Uno de ellos es ese que se viene a llamar la globalización: "En lugar de los viejos aislamientos y autosuficiencias locales y nacionales, tenemos intercambios en todas las direcciones, una interdependencia universal de las naciones. Y tanto en la producción material como en la intelectual ( ... ). El unilateralismo y la estrechez de miras nacionales se vuelven cada vez más imposibles". Así se expresaban hace ahora 150 años dos jóvenes barbudos en eso que se ha venido a calificar como el "más famoso panfleto de la historia", El Manifiesto del Partido Comunista, publicado un 23 de febrero.La recomendación que sacaban Marx y Engels es harto conocida: "¡Proletarios de todos los países, uníos!" Claro que ellos intentaban no sólo entender el mundo, sino cambiarlo. Su llamamiento fracasó estrepitosamente en varias ocasiones, y desde luego en 1914, cuyos orígenes tan magistralmente describió Roger Martin du Gard en Los Thibault, una novela que Stanley Hoffmann, uno de los grandes profesores de relaciones internacionales, recomendaba a todos sus alumnos para empezar a entender su materia.

Aunque no precisamente defensores del pensamiento único, Marx y Engels empezaron a atisbar a su manera la globalización que en nuestros días se está haciendo extrema -el mundo es uno, y verdaderamente hay problemas que nos afectan a todos-, pero que está generando nuevas diferencias sociales entre países y dentro de los países que hay que corregir (a pesar de que, globalmente, el bienestar no ha alcanzado nunca, en el mundo, niveles como los actuales). Parece inútil intentar frenar una globalización que podría llegar a invertirse. Ya ha pasado antes y puede volver a pasar. Si acaso, habría que encauzarla, pero no oponerse a ella como intentan algunos nuevos utópicos. La globalización no debe llevar al espejismo de deducir una homogeneidad cultural del hecho de que en casi todas las partes del globo se produzcan ahora objetos similares, ya sea automóviles, chips, televisores o parabólicas. Los nuevos medios de comunicación no achican, sino que, paradójicamente, pueden agrandar estas diferencias culturales, especialmente vistas desde Occidente.

"No hay duda que la facilidad extrema a que se está llegando en los medios de comunicación es un hecho glorioso que debemos agradecer a la técnica. Pero uno se pregunta qué efectos producirá en el tiempo esta casi súbita aproximación espacial de los pueblos. No conviene hacerse ilusiones. (...) Muchos esperan que el tráfico mundial, al reducir el tamaño del planeta, acerque íntimamente a los hombres, les haga comprenderse mejor (...). Yo creo que, por lo pronto, ha producido el efecto contrario. Nunca han sentido los pueblos menos simpatía los unos por los otros". Ortega y Gasset, escribiendo en 1954, un año antes de su muerte, discernió en parte lo que ahora muchos llamamos el efecto CNN, que no es sólo el de la inmediatez, sino el de la puesta en relieve de la diferencia. Otros, como Benjamín Barber, lo califican de contradicción entre la Yihad y el McMundo.

La serie de televisión Dallas, por ejemplo, marcó un éxito globalizador. Pero ello no significa que la gente en el mundo entero compartiera la cultura que de ella emanaba. La televisión japonesa, como se recuerda en el libro de Zaki Laïdi Le temps mondial, produjo un folletín, Ochine, que fue ofrecido por el Gobierno gratuitamente a muchos países en vías de desarrollo. En Egipto, por ejemplo, tuvo un éxito colosal. ¿Por qué? Porque defendía unos valores de la familia, la honradez y el altruismo que resultaban mucho más atractivos y comprensibles para los egipcios que los de Dallas; o Falcon Crest.

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