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48º FESTIVAL DE BERLÍN

Quentin Tarantino se endurece al abandonar las blanduras sangrientas

En 1994, el éxito de Pulp Fiction convirtió a Quentin Tarantino en el personaje más influyente del joven cine. Hábil guionista de thrillers heterodoxos y sangrientos, fue lo bastante listo para darse cuenta de que tenía mucho que aprender como director y ha pasado cuatro años dejando que otros filmen sus matanzas y pongan en marcha el tarantinismo, mientras él se preparaba para dirigir Jackie Brown, un relato duro de Elmore Leonard, donde da la vuelta a su imagen y compone un filme negro poco o nada tarantinista, con momentos interesantes, pero tan mal medido que le sobra media hora.

ENVIADO ESPECIAL, Nadie ha definido mejor que el viejo duro John Wayne en qué consiste la dureza, la verdadera, la bella -porque crea libertad y no busca hacernos disfrutar con la crueldad- violencia en el cine. Dijo una vez: "Ser duro no es meter una bala entre ceja y ceja a cuatro chulos que vienen a quitarte la chica. Eso está al alcance del actorcito más blando. Ser duro es hacer lo que hizo una vez Humphrey Bogart: triturar de un mordisco el trozo de hielo de la copa que acaba de beberse de un trago y arrugar con el ruido de sus muelas a los dos matones que vienen a darle la tabarra".El tarantinismo, blandura que hace estragos en el thriller actual de consumo masivo a uno y otro lado del Atlántico, es la introducción a granel en una película del sangriento y amorfo recurso del tiro a bocajarro. Si no se apoya en una mirada con empuje y energía capaces de atravesar la coraza de un acobardado, el estruendo del disparo de una voladura de sesos o de un destripamiento -blanduras que hoy son epidémicas- se convierten en la pantalla en llamadas al signo, o al guiño estético, del crimen por el crimen.

Y el inteligente vendedor Tarantino, que inventó una gramática que articula esta fofa exaltación de la violencia por la violencia, ahora se apea del carro, deja en manos de los Robert Rodríguez de tumo su legado, y nos regala con Jackie Brown una película negra de estirpe libre y noble, en la que sólo suenan -cuando su media es de 400- cuatro disparos, todos ellos resoluciones funcionales de crecimientos dramáticos previos, y con la víctima siempre invisible, fuera de campo, en imágenes elegantes y pudorosas, que le honran, pues proceden directamente de los intachables códigos de representación -dura, pero no violenta- de la violencia creados por el gran thriller clásico.

Por desgracia, Jackie Brown no es una buena película, aunque merece serlo, porque contiene momentos excelentes, como algunos juegos de análisis de sucesos desmenuzados desde varios puntos de vista simultáneos, retrocesos temporales nada rutinarios y aceleraciones de los sucesos muy bien construidas. La novela de Elmore Leonard que se adivina detrás de las imágenes de Jackie Brown da la impresión de tener una gran consistencia, pero su reescritura por Tarantino para la pantalla no es digna de quien otras veces ha demostrado ser un guionista -pese a inclinarse en ocasiones a desviarse por las ramas- hábil y muy elocuente.

Da la impresión de que el guionista Tarantino se ha sentido presionado por la inseguridad del director Tarantino. Y el director Tarantino, metido aquí en la aventura de la autoexigencia de estar a la altura de la tradición de un género glorioso en el cine de su país, obliga al escritor Tarantino a dar tiempo y más tiempo inútil a las zonas expositivas del relato, que podían haber sido mucho más ágiles vivas y eficaces si hubieran sido más concisas, de forma que, cuando llega la aceleración del embrollo en la zona de desenlace, es ya demasiado tarde y la película se cierra como con unto resentida sin remedio de esta tardanza.

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