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Tribuna
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La vida

Rosa Montero

Resulta que en Tejas ejecutan a una mujer joven que quería vivir; y resulta que en España impiden suicidarse durante años a Sampedro, un hombre maduro que quería morir. Se diría que Occidente posee un extraño concepto de la vida.Porque, en el fondo, ambos sucesos responden a un mismo ordenamiento intelectual: a la convicción de que la propiedad última de la vida humana pertenece al Estado. En España, y en la inmensa mayoría de los países llamados civilizados, hemos abandonado ya, por fortuna, uno de los extremos más indignos a los que tal idea puede llegar: ese asesinato legal y primitivo llamado pena de muerte que aún practica, para su vergüenza, Estados Unidos. Pero aún nos queda por solucionar el derecho al suicidio.

Ya lo dijo el propio Sampedro: "Para una cultura que sacraliza la propiedad privada de las cosas -entre ellas la tierra y el agua-, es una aberración negar la propiedad más privada de todas ( ... ) nuestro cuerpo, vida y conciencia". Tiene razón: en el fondo es una cuestión de propiedad y de poder; es un prejuicio que viene desde la noche de los tiempos, de cuando los humanos aceptábamos la esclavitud (recordemos que sólo se abolió el siglo pasado). Lo que puede y debe hacer el Estado es ordenar legalmente la eutanasia, poner todo tipo de cautelas para evitar abusos y proporcionar ayudas sociales suficientes para igualar en atención al tetrapléjico rico con el pobre, por poner un ejemplo. Pero que quede claro que defender la vida, la verdadera vida, libre y dueña de sí, supone estar tanto en contra de la pena capital como a favor del derecho a la eutanasia. Porque la vida es el único bien que todos los humanos poseemos: incluso los más humillados y los más paupérrimos son reyes en última instancia de sí mismos. Quién puede atreverse a arrebatarnos eso.

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