Amnesia en Kioto
Al Gore dedicó 15 páginas de su libro La Tierra en juego al cambio climático. Sus ideas, vertidas en un estilo divulgativo, coinciden con las de tantos científicos y con las de la mayor parte de los defensores del derredor. En ese libro queda patente, sin fisuras para la duda o la doble interpretación, la imperiosa necesidad de amortiguar el fétido aliento de las industrias, transportes y aparatos térmicos de aquel país. Es más, en 1993 el vicepresidente de Estados Unidos hizo una declaración en la que reconocía las dificultades para percibir los daños cuando se producen muy lenta y gradualmente, pero de inmediato adujo que eso no exime de la puesta en marcha de medidas correctoras. Incluso, en un alarde de coherencia, que muchos esperábamos ver reverdecer en Kioto, Al Gore escribió que un principio debía guiar su política en cuanto a la reducción de los gases que favorecen el efecto invernadero: ¡el de la responsabilidad nacional! "Nada puede hacerse si cada país no adquiere un compromiso fuerte para cambiar su propia política". "¿Podrá Estados Unidos mostrar ese compromiso?". "Podemos". Se preguntaba y respondía el señor Gore.A lo que podría añadirse que su país está mejor situado que nadie, desde el momento en que es tan alta su participación en el progresivo calentamiento de la atmósfera que hasta parece estúpido no reducirla muy por encima del miserable 2% anunciado a última hora. Además, cuentan con las más avanzadas tecnologías para ayudar al resto del planeta.
Estamos, por tanto, como en el caso de las minas antipersonas, de las cuotas para la ONU, o del 0,7% destinado a la cooperación internacional, con una incapacidad manifiesta para liderar al mundo cuando se trata de que éste mejore en su conjunto. La falta de acuerdos y compromisos cuando éstos beneficiarían a inmensas mayorías demuestra que la mundialización sólo interesa cuando se refiere a intereses muy particulares. Sin descartar que, en realidad, el que los 15 países más desarrollados del planeta emitan el 80%/,) de la contaminación atmosférica, se convierte en una exportación de injusticia y acaso de desastres, los que van a sufrir terceros en mucha mayor cuantía que los favorecidos, de momento, por el despilfarro de energía.
Podría estar sucediendo que se quiera, como en la conferencia de Río de 1992, o en el repaso que se dio en Berlín, que se acuerde fracasar colectivamente en un empeño que ya estaba comprometido desde hace más de un lustro en el convenio internacional entonces firmado en Brasil.
De nuevo, por si se nos quiere olvidar, habrá que recordar la prontitud con que en la guerra del Golfo se movilizó a medio millón de hombres armados para defender el fácil acceso a ese negro petróleo, ese que al arder contamina, y compararla con la arreciada pereza con que se sale a defender la transparencia del aire, sin duda el bien más común para los seres humanos en su conjunto.
Acaso esté llegando la hora de considerar estos buscados fracasos como atentados directos contra los derechos humanos. Porque de acuerdo con los textos constitucionales de tantas naciones y de las reflexiones de los filósofos morales todos tenemos derecho a nacer y vivir en un medio ambiente sano. Con Adela Cortina pienso que muy defucientemente se puede garantizar el derecho a la vida y a la continuidad de la misma si el derredor es sólo cloaca. Y menos si además en Kioto se les olvidan, a los que más obligación tienen de defender esta nueva generación de derechos, sus propios compromisos públicos.
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