La energía del mal, el poder de lo feo
Al cabo de los años, el sistema de la moda ha impuesto el lema estético más relevante de nuestro tiempo. La moda dice así: si algo actualmente parece feo, hay que fijarse en ello porque dentro de cuatro o cinco años será chic.La materia prima de la elegancia ha dejado de ser la armonía, el equilibrio, las coordinaciones tonales, la unidad del conjunto por encima de sus piezas. Justamente lo feo, aquello que en los cánones se caracteriza por su condición de desorden, por la asimetría, la difusión sin gradualidad o la escisión sin correspondencias, ha cobrado una energía superior.
En las colecciones de ropas, que recuperan el feísmo de los setenta, en las exposiciones de pintura o de instalaciones que se recrean con la repulsión visceral, en los edificios deconstructivos, al estilo del Guggenheim, que alzan una descoyuntada tempestad, en las músicas que quebrantan la regularidad tonal va encarnándose una orgía de lo feo y lo inquietante como muestra de la etiqueta más distintiva de nuestro tiempo.
Su emergencia mantiene una estrecha relación con el ascenso larvado o explícito del mal. La benéfica idea del cielo y sus posibles correspondencias en la tierra -ya sea la utopía política y sus ideales de justicia e igualdad- se sustituyen por el predominio de los infiernos materiales y humanos: las megaciudades, desde México a Yakarta, cuajadas de caos, tóxicos y desamparados, pero, además, el desorden financiero internacional que mata, el asesinato a manos de niños con 14 años que acribillan a sus compañeros de escuela, el terrorismo que degüella regularmente en los poblados de Argelia, las políticas de castigo del Fondo Monetario Internacional sobre países asiáticos o latinoamericanos que infringen las leyes... van desgranando día a día una crónica del sadismo y la crueldad. La mayor parte del mundo se encuentra hoy padeciendo una condena de embargos, restricciones presupuestarias, despidos masivos, recortes a la educación o la sanidad, mientras, al mismo tiempo, se implanta el moderno patrón del progreso fin de siglo. La prosperidad ha encontrado su modelo en la nueva hipérbole del infierno y la maldad. Un infierno ético y estético también, porque el infierno de verdad no es sólo una figuración ética y religiosa, sino, a la vez, una composición estética donde lo feo, el terror de lo informe, la vulgaridad y la atrocidad, son inexcusables para su escenografía completa.
La cultura occidental, consumista a lo largo de tres décadas, saciada de objetos, ha sustituido su sed de bienes por la sed de mal. Un nuevo factor que encuentra, además, su fuerza en la energía de lo feo y lo repulsivo. La cocina más exquisita, de inspiración oriental, incluye la degustación de serpientes o escorpiones; la tipología en boga, en las pasarelas, las cortes reales o las familias ricas, incluye la anorexia como una estética opuesta a lo saludable, lo celeste y lo vital. La muerte en las películas ha dejado de parecer insoportable, y la muerte, en general, ha pasado a ser soportable, presentada a cientos de miles en los niños abstractos que sufren el estrangulamiento económico de Irak o en las zonas famélicas, demasiado amplias, del Tercer Mundo. Su espectáculo de horror ha pasado a formar parte del infierno repetido y global. El terror, más allá de ser un género, es ya genérico y hasta doméstico. Forma parte de la estética interior de las discotecas, de la indumentaria de las bandas urbanas, de los portes en los hinchas de fútbol, de la decoración tatuada o el piercing en la menor protuberancia del cuerpo, del programa de televisión. Lo deforme, lo excedente, la sobredosis, la perversión moral y formal, se asocian a la totalidad, donde la mixtura ha logrado el triunfo del magma sobre la bendita "aldea global" y el del mal y la fealdad como seña de lo que es nuevo.
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