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Arturo Pérez-Reverte hace frente a la curiosidad del narrador de su última novela, "Limpieza de sangre"

Cuando en tan sólo un año. las aventuras de El capitán Alatriste están ya en la memoria de medio millón de lectores, que es lo que lleva vendido, y cuando ya en tan sólo unos días un cuarto de millón se ha llevado a casa la segunda de la saga, Limpieza de sangre (ambas en Alfaguara), Arturo Pérez-Reverte anda a estas alturas bien curado de espanto. Así que, ayer por la tarde, se subió al escenario del teatro Lara de Madrid a hacer frente, sin choque de aceros, a la curiosidad de Iñigo Balboa, el joven narrador de su novela; un joven que tenía, por azares de la magia del teatro, el rostro y la voz del actor Carlos Hipólito."Con la venia, don Arturo...", empezó diciendo Íñgo Balboa, y éste, Pérez-Reverte, cómodamente sentado en una silla estilo "Imperio no se pone el sol", se dispuso a saciar las ansias de saber de su joven protagonista; y además los muchos lectores del autor, que llenaron con prisa y nervios colectivos de amotinamiento popular el teatro Lara, tuvieron la suerte de asistir a esas explicaciones.

El autor bebía directamente del barro buen vino de San Martín de Valdeiglesias y, en cambio, el joven Íñigo, por su corta edad, se limitaba a beber el agua de Madrid, que ya entonces tenía fama. Y salía, en la memoria del joven Íñigo, Quevedo. "A Quevedo me hubiera gustado tenerlo de amigo", confesaba Pérez-Reverte; "me hubiera gustado ir de tascas con él". "Así fue la historia", enfatizó el autor, "y somos lo que somos porque así fueron las cosas". Por eso Pérez-Reverte reivindica con brío la historia de aquella época, aquel siglo y medio de oro, "una combinación de miserias y de grandezas. Ahora sólo nos quedan los mediocres, ya no hay un Quevedo por las calles, sólo encontramos miserables".

Íñigo Balboa se interesó por lo que hace referencia a las mujeres, y en particular a la pérfida y rubia hija del secretario real Alquézar, que si en esta segunda entrega tan sólo tenía 14 años el joven testigo, no por eso desconocía ya que las mujeres pérfidas dan mucho más juego. Pérez-Reverte, tolerante con las impaciencias de la edad de su joven interlocutor, le prometió cumplido papel en el futuro en ese grato terreno de las mujeres. Al final, el actor Sancho Gracia, sentado entre el público como un lector más, interrumpió el acto reivindicando la maldad y pidiendo para sí el papel del siniestro espadachín Gualterio Malatesta. Fuese y no hubo nada.

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