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Un memorable perfil de museo

Viene a prolongar esta interesantísima muestra el ciclo iniciado en esta misma sala por dos exposiciones anteriores, centradas ambas en la pintura española del XIX, completando así un apasionante viaje por los excelentes fondos atesorados por el Museo de Bellas Artes de La Habana. Y de hecho -más allá incluso del valor incuestionable de los sucesivos capítulos-, el logro esencial de esta trilogía ha sido, precisamente, el de acercar al público una colección artística de primera magnitud, distante en términos geográficos, pero que nos es al tiempo particularmente próxima por razones obvias, de índole tanto histórica como emocional.De estructura más heterogénea que sus antecesoras, la muestra que nos ofrece en esta ocasión la Fundación Mapfre establece una radiografía sintética de las principales vertientes que configuran los fondos pictóricos del museo cubano. Mediante una equilibrada selección estratégica, se ha acertado a trazar un retrato fiel de la colección a partir de un mosaico integrado, paralelamente, por aquellos temas y obras susceptibles de despertar un interés más específico en el aficionado o el especialista de nuestro país.

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De ahí que, con acierto indudable, el criterio aplicado en este caso adopte diversas inflexiones en el tratamiento dado a cada una de las escuelas nacionales. Así, por ejemplo, al abordar el territorio de la pintura española, donde se nos brinda el deslumbrante Paret de La Puerta del Sol, se ha tendido a insistir en obras -como el Ribera, el Valdés Leal o la delicada Judith de Juan de Pareja- cuya confrontación permita esclarecer su atribución definitiva. En casos como los de la escuela inglesa en el de la selección de autores italianos o franceses, el objetivo ha sido, por el contrario, acercarnos a terrenos o autores infrecuentes en nuestras colecciones públicas. Surgen así memorables encuentros, como los del Guardi o el virtuoso Boldini, el Corot, el Troyon y el Daubigny, el tándem melancólico del Atardecer de Bouguereau y de la Maternidad, los retratos de Romney y Hoppner o la emotiva visión de John Dawson.

Y particular interés tiene asimismo, por desvelar un universo más desconocido entre nosotros, el atractivo epílogo que la muestra dedica al propio arte colonial cubano, con los sugerentes paisajes románticos de Cleenewerck, Chartrand y Fernández Cavada, la ironía entrañable de Landaluze o la singular Figura de Romañach, que abre ya una puerta hacia el germen de lo contemporáneo.

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