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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Para volar la tarde

Juan Cruz

Juan Benet. Hubiera cumplido el martes próximo los 70 años. De pronto, la edad de los muertos es el tiempo que nos falta. Dejó atrás una, obra inmensa, secreta, que un día romperá otra vez. Era un poeta, y un pintor, y un ingeniero. Su sombra será más larga aún que su figura; ya lo fue. Ahora sus compañeros de oficio, los ingenieros, exponen su obra plástica en Madrid; da rabia que no esté aquí, tachando esta época mediocre, difícil y abrupta, de nuevo innecesaria, un tiempo infeliz que cruza como el temporal la luz que se buscaba. Era Benet un faro contradictorio, y también un buen humor mal disimulado, un tipo esencial, una aparición, la garantía de que algo va a ocurrir y bueno; pasa siempre cuando se tiene melancolía de quien no está: da la impresión de que aparecerá en cualquier momento por esa puerta de vidrios, sonriendo de lado para irse en seguida hacia donde está la risa secreta, su risa. Volverá, siempre vuelven estos espíritus libres.Reválida. Un país de reválidas. Hace ya algunas semanas que ocurrió, pero conviene resucitar la reflexión: premiaron a Carlos Saura en Canadá, y antes en muchas otras partes. En España le niegan la sal, le ponen a un lado, como si estuviera en otro mundo y como si además tuviera que hacer siempre la reválida entre nosotros. Un poeta del cine. ¿Por qué siempre han de hacer la reválida personajes así entre nosotros? Por cierto, ¿cuándo hacen la reválida los críticos?

Doctor Saura. Hablando de Saura: a su hermano, Antonio, el pintor, le hicieron esta semana doctor honoris causa de la universidad de su tierra adoptiva, Castilla-La Mancha. Su hija, Marina, recogió el honor, que tiene causa en la larga trayectoria del artista, que además contribuyó a poner en el mapa del mundo del arte abstracto la ciudad de Cuenca. La fotografía de Marina Saura en el acto que reflejó en la prensa el momento en que leyó lo que su padre escribió para tal ocasión es el retrato de una emoción y también de una gratitud, y no sólo de su hija, sino de mucha gente que ha vivido cerca de su capacidad dialéctica, de su desacuerdo. Antonio Saura vive ahora acechado por una enfermedad difícil; seguirá, supongo, tachando pinturas, mirando detrás del espejo; cuando se recuerdan sus retratos del dictador y de aquel tiempo oscuro uno ve también la presencia de esa risa que sirvió para capear el viejo temporal. Retratista de risas dificiles, ahora también tendrá materia.

Fajardo. Por cierto: José Luis Fajardo cerró ayer en la sala La Regenta de Las Palmas una antológica hermosa: su pintura desde 1965 a 1997; los temporales de este país están reflejados en esa obra sintética y tantas veces rabiosa: desde las balas de los primeros cuadros a la mirada melancólica de los últimos años; es un pintor solitario y lírico al que tantas veces aquí se hizo injusticia. Será, alguna vez, de nuevo, un descubrimiento; dice Antonio Muñoz Molina, su vecino en Madrid, en el catálogo de su muestra: "...Este hombre no tiene ninguna pinta de pintor, de figurín o figurón en el carnaval cerrado y quebradizo de las galerías, este vecino que pasa con su perro, que se queda parado en la acera conversando con alguien, lleva pintando toda la vida, tiene detrás de sí una biografía imponente de exposiciones, y trabajos, ha transitado a lo largo de más de treinta años por todos los episodios del arte de nuestro tiempo y todas las circunstancias exaltadoras o siniestras de nuestra historia civil". Y, sin embargo, ha habitado bajo el silencio en las últimas décadas; ahora que se rescata su obra en su propia geografía ofrece, además, una guinda de humor: el libro Las coplas del general, una obra de pintura quevedesca en la que su hermano, el músico, humorista y poeta Julio Fajardo, ironiza sobre la figura de Franco. Los cuadros de Fajardo, en este caso, son una crónica de lo fatal inolvidable. Los cuadros y los títulos; es un maestro del dibujo, de la melancolía y de la intención. Y de los títulos. El título Para volar la tarde es de uno de sus cuadros.

Silencio. El poeta leonés Antonio Gamoneda sacó cinco cuartillas de su bolsillo oscuro y se las puso delante de los ojos, apartando micrófonos y vasos, como si buscara algo; José Angel Valente, su colega, le miraba entre divertido y expectante, esperando el resultado de aquella pesquisa. Preguntó Gamoneda: "¿Ya me toca?" César Antonio Molina, el director del Círculo de Bellas Artes, donde se celebraba el homenaje a Valente, asintió, y Gamoneda dijo entonces: "Ah, es que soy sordo". No había escuchado a los que le precedieron en el uso de la palabra, así que no supo que era un coloquio y leyó con verbo de poeta sus cinco folios magníficos. Valente no quiso decir nada en su turno de respuesta: "Estoy tan embargado por la emoción que simplemente me refugio en el silencio". Luego le pidieron que leyera poemas y otros hablaron también, de modo que esa atmósfera silenciosa que buscó fue reiteradamente rota. ¿Qué hubiera pasado si en efecto hubiera habido silencio final, un aplauso? Nunca ocurren estas cosas en los actos literarios.

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