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El hombre y la vida

Madrid es una de las ciudades más abiertas del mundo, al que llega no se le interroga por su procedencia o trabajo, se le recibe desde el primer momento como si formara parte de ella. Es una metrópolis hecha al respeto, a la libertad del individuo. No es de extrañar que aquí se organizara hace unos días el concierto homenaje a Miguel Angel Blanco, cuyo asesinato a manos de los perros de ETA ha terminado por movilizar a una España que ya no puede callar y que pide la paz y la palabra.Secuestrar a alguien que trabaja para la democracia, que dedica su esfuerzo al servicio público, que ha optado entonces por el bienestar del otro, concederle 48 horas de vida, pidiendo a cambio algo irrealizable por sentido común y tiempo real, tratarle al cabo como a un objeto y no como a un ser humano que lucha, disfruta y padece día tras día, emboscarle en una muerte certera, no es cosa de hombres, es cosa de alimañas y cobardes.

Qué está pasando, cómo se ha llegado al instante en que los atentados terroristas pervierten de tal manera la cotidianidad que no sorprenden. El mal está penetrando en la sociedad, matando a sus mejores cabezas y extendiendo un manto de oscuridad, en Euskadi y los demás pueblos de España. Y en eso, primero la amenaza de su desaparición y luego el cadáver de Miguel Ángel Blanco, detuvieron la monotonía de la sangre y recordaron que no hay precio o flaqueza cuando se trata de defender la vida. ETA, con casi un millar de asesinatos perpetrados, escuchó a una nación que los aborrece y no los comprende. Los aborrece porque sus acciones son indiscriminadas, y no los comprende por lo mismo. En el círculo del miedo caben trabajadores, políticos, parados, mujeres, niños, cualquiera que camine por nuestra geografía. Sabiendo que todas son iguales, la más dura de las muertes, la anunciada, movilizó las conciencias, paró los corazones llenó los rostros de lágrimas. Luego, los políticos no entendieron el mensaje, siguieron y siguen tendiendo puentes a los secuces de los asesinos, buscando unas soluciones que no se deben discutir en a mesa de negoación. El espíritu de Ermua pasará de largo, como pasaron otros originados en anteriores asesinatos. Se volverá a la palabra vacua, al ruego estúpido y al extraño y terrible equilibrio que el PNV mantiene desde hace años en Euskadi, criticando al Gobierno central y callando o por omisión o por beneplácito el problema de casa. Acaso se habla con el diablo, es factible entablar un diálogo con el mal. No, siempre se pierde. Los caminos son otros, policiales, y también del mundo de las ideas, de una cultura que, si no puede detener las balas, sí es capaz de remover las conciencias. Cuando uno solo de los cachorros de ETA, de los denominados grupos Y, abandone el bandidaje, habrá comenzado en verdad el fin de la violencia. En ellos está el problema y la solución, porque representan el futuro de ETA y la condena de Euskadi. Son niños e igualmente delincuentes que obedecen la sinrazón ciega de las armas, el atractivo fulminante, aunque endeble, de esa violencia. Se trata de marcar los códigos de honor que rigen la condición humana, y hasta la esperanza. Hay qué perseguir a los peores de entre los niñatos pero hay que abrir las manos a los que todavía no han delinquido y tal vez necesitan la tutela de la libertad que no encuentran ni en sus familias ni en un entorno maligno.Los símbolos de la democracia, y Miguel Angel Blanco lo es, pertenecen a todos, más allá de la clase política, al pueblo que los alienta. La cultura es un motor de aprendizaje, en boca de Montaigne: "Los libros enseñan a vivir". La música es la vida y la base de las artes, así que en principio un concierto homenaje al concejal asesinado, plagado de buenas intenciones, era plausible. Luego, la realidad lo desmintió. Un tipo como Rafael sale a escena y se congratula de llevar 35 años en la brecha, qué hacía allí. El hombre al que mataron no había cumplido los treinta y el estulto Rafaelillo se miraba el ombligo. Raimon canta a Euskadi, el público abuchea. Sacristán recita y le critican. Son la izquierda que respeta y no es respetada. Los artistas invitados, salvo excepciones, la organización del coso, donde abundaban los trajes de marca y los perfumes caros, la afluencia masiva de militancia popular, un folclore rancio, extraído de una España antigua, los discursitos carentes de emoción, una condena de hierro, la noche mágica donde la muerte del concejal debía ser sustituida por el impulso dé la música y la vida, todo falló. Qué significado tenía aquello, olía a preacto electoral, a utilización vergonzante. Dónde quedaba la estela del hombre, la poderosa memoria que reivindica la libertad y el derecho único a la vida. Con qué sensibilidad se afronta un evento que habla de la paz, el anhelo con el que se sueña desde Tarifa a Ermua, hoy acechada de preclaras tristezas. El concejal estaba allí, desde luego, fuerte en la presencia de su ausencia. Faltaban otros, la España que en la muerte no contempla signos políticos y que los populares pretenden poseer.

Lo aclaró el cornunicado de un grupo de presos mallorquines: Miguel Angel Blanco somos todos.Los símbolos de la democracia, y Miguel Ángel Blanco lo es, pertenecen a todos

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