Caos tributario
DESDE QUE llegó al poder, este Gobierno ha mantenido la ficción de que el recorte del déficit público era compatible con una reducción selectiva de impuestos -a favor de las rentas de capital y de las pequeñas y medianas empresas- y el mantenimiento de los actuales niveles de protección social. Este milagroso equilibrio de las cuentas públicas se ha sostenido durante el primer semestre de 1997 gracias a un excepcional aumento de ingresos, derivado de un crecimiento del PIB superior al previsto, y a una contabilidad creativa que ha eliminado en gran parte de las cuentas del Reino las cargas de las empresas públicas y los gastos de inversión. Las primeras se han convertido directamente en deuda avalada por el Estado y los segundos en una especie de pagaré aplazado a las empresas constructoras.Tal ficción no se podía mantener por más tiempo, sobre todo teniendo en cuenta las exigencias financieras añadidas por las concesiones que está haciendo el Ejecutivo a sus socios autonómicos. Las goteras empiezan a derribar el castillo de naipes y, para apuntalar el precario equilibrio presupuestario, el equipo económico se ha visto obligado, primero, a aumentar la recaudación del impuesto sobre el tabaco con una desaforada subida de precios y, después, a anunciar un paquete fiscal que incluye el aumento de retenciones a los profesionales (del 15% al 20%), una nueva retención del 15% en los alquileres, la subida media de un 6% en todas las tasas (vacunas, carnés de conducir o de identidad, etcétera) y un aumento del impuesto sobre seguros de riesgo (automóviles, incendios) del 4% al 6%. Como guinda final, se estudia crear un nuevo impuesto del 0,15% sobre la gestión de los fondos de inversiones. El sueño de cuadrar el círculo del déficit sin aumentar los impuestos se ha roto.
El vicepresidente económico, Rodrigo Rato, se ha apresurado a precisar que tales decisiones no aumentan la presión fiscal global. Afirmación difícil de creer, pero, aunque así se admita, habrá que recordar que si bien el aumento de las retenciones tiene un efecto tributario neutral sobre el contribuyente (que pagará menos a la hora de liquidar sus impuestos), las subidas de las tasas tienen una repercusión inmediata sobre la renta familiar. Lo reconozca o no el vicepresidente, el Gobierno ha incumplido su promesa electoral de no subir los impuestos, aunque quiera ocultarlo de cara a la galería -"sin complejos", como alardean los portavoces del PP- utilizando la coartada de la "fiscalidad global". Aunque a media tarde de ayer el Gobierno respondía a las críticas generalizadas con un comunicad o en el que afirmaba que ha tomado 17 medidas para contener la presión fiscal, el hecho es que en los últimos 16 meses han subido los impuestos -directos o indirectos- de un elevado número de ciudadanos al tiempo que bajaban para sectores elegidos de contribuyentes.
Porque el Ejecutivo está utilizando discrecionalmente la política triibutaria para transferir rentas desde los sectores de ingresos controlados y, por tanto, menos favorecidos -rentas de trabajo, usuarios de servicios públicos y consumidores de tabaco y alcohol- hacia las rentas de capital y los sectores sociales más favorecidos, presuntos clientes electorales del PP. En el marco de esta política general, la subida de impuestos y tasas que se anuncia es un episodio más, y no será posiblemente el último, porque la Hacienda pública se ha visto acuciada por urgencias recaudatorias.
Además de quebrar el mensaje de que es posible contener el déficit manteniendo la presión fiscal y del desacomplejado apoyo a sus votantes potenciales, el Gobierno está manejando con singular torpeza los instrumentos tributarios en la definición siempre difícil del equilibrio entre inversión y ahorro. Su apuesta inicial por los fondos de inversión ha provocado serias tensiones en los depósitos de bancos y cajas, que ya han protestado por los efectos de esta apuesta en la disminución de los depósitos bancarios y, por tanto, en las posibilidades de financiación de las empresas pequeñas, tan caras verbalmente a este Gobierno. Asustados por los efectos de una política arbitraria, Rato y su equipo se inventan ahora un impuesto del 0,15% sobre el patrimonio de las gestoras de fondos. Esta política pendular puede ahuyentar a los inversores y tampoco estimula el ahorro bancario. O Hacienda define un modelo estable o aparecerán graves tensiones en el sistema financiero.
Las decisiones tributarias del Gobierno tienen además el coste añadido de una extrema confusión, acumulando ajustes parciales de tributos, impuestos y tasas con efectos contradictorios. Es difícil para los ciudadanos evitar la sensación de que todo el sistema fiscal pende de las necesidades recaudatorias del Gobierno y puede ser manoseado en cualquier momento, sin cálculo sobre el coste de oportunidad y sin que medie explicación al contribuyente. Aznar y Rato han incumplido la promesa electoral de reducir el gasto público y bajar los impuestos. Con el agravante peligroso de introducir una gran confusión en el sistema fiscal.
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