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Tribuna
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Dos décadas sin una "mala" genial

Por fin, en digital, su voz seguirá conmoviendo a cualquiera que haya entrevisto en soledad los claroscuros de este mundo

"No quiero convertirme en un gusano", dijo María Callas. Fue incinerada en París -en donde murió, a los 53 años, el 16 de septiembre de 1977- y expandida en el mar de su patria griega. De sus cenizas nació el mito, igual que, décadas antes, de la soprano obesa había surgido una elegante y delgada mujer. Cuando se cumplen dos décadas de su fallecimiento, el mundo rinde homenaje a María, y la EMI, su casa de discos, pone en el mercado todas sus grabaciones,. escrupulosamente depuradas mediante técnicas digitales, con nueva presentación y documentos inéditos que satisfarán a sus seguidores. Los jóvenes, además, la han descubierto, sobre todo a partir de que Tom Hanks, en Philadelphia, usara su aria La mamma morta para impartirle a Denzel Washington una conmovedora lección de desesperación y de vida. Por otra parte, en los escenarios del mundo -y pronto en España, con Núria Espert interpretándola- se representa Master Class, obra teatral basada en las lecciones de canto que impartió en la Juilliard School de Nueva York.Nacida en Nueva York, de origen griego, tuvo una infancia difícil y falta de cariño, que la hizo refugiarse en la comida y le dio dimensiones paquidérmicas que poco tenían que ver con la belleza que encerraba su garganta. En Grecia, adonde se trasladó a los 14 años, acompañada por su madre, Evangelia, que la odiaba por no ser chico, empezó a estudiar canto con la eximia Elvira de Hidalgo, y las horas que pasó con la maestra que comprendía su talento fueron; seguramente, las más felices que había vivido hasta entonces. Los primeros pasos escénicos de María se desarrollaron en una Grecia ocupada por los nazis y, al parecer, la dureza de las condiciones no le afectó el apetito: al acabar la guerra tenía 23 años y pesaba 90 kilos

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María Callas a través de sus discos

Triunfo en La Fenice

Obtuvo su primer triunfo notable en el hoy arrasado teatro de La Fenice de Venecia, al cantar la Elvira de I Puritani. Fue Tullio Serafin, el famoso directo de orquesta, quien la forzó a hacerlo, a pesar de que en aquel momento María cantaba la Brunilda de Las walkirias: pasar de Wagner al bel canto no era empresa fácil, pero la Callas lo hizo bien y comprendió, con Serafín a su lado, que debía abandonar los papeles demasiado pesados para lanzarse por una senda más lírica, y dedicarse a óperas como Lucia de Lammermoor, La sonnambula, La Traviata... Poco a poco, su infalible olfato musical la indujo a sacar del olvido maravillosas óperas belcantistas, como Anna Bolena, de Donizetti, e Il Pirata, de Bellini, que habían sido arrumbadas por cantantes comodones y mediocres. También el repertorio neoclásico revivió gracias a ella: la griega profunda que era María preñó de intensidad Medea, de Cherubini; La vestale, de Spontini, y Alceste e Iphigénie en Tauride, de Gluck. Aunque su personaje por excelencia fue la Norma, de Bellini, que le valió de arrolladora tarjeta de presentación en los principales templos operísticos del mundo.

A medida que la artista crecía, María Callas arrastraba como un peso a la mujer insatisfecha que pertenecía a su intimidad. Diva absoluta durante los 50 -en un tiempo en que no hacía falta cantar Catarí en un estadio ni grabar Amapola para ser popular-, famosa por su carácter agresivo -fruto de su exigencia profesional, de su perfeccionismo y, también, es de suponer, de su permanente insatisfacción personal-, cualquiera de sus gestos tenía repercusión en una prensa que acababa de inventar a los hoy denostados paparazzi. Sólo le faltaba un detalle para acabar de convertirse en un ídolo de la prensa del corazón: aventuras sentimentales. Y en este estado de vigilia ante las masas apareció en su vida Aristóteles Onassis.

Fue en 1957. Callas había conocido poco antes a Elsa Maxwell, chismosa oficial del periodismo norteamericano. La Maxwell, que tenía el aspecto de un bulldog terrier y un alma navajera -a cuyo lado el elenco de Tómbola es un ropero de caridad- y la afición por las señoras propia de la tripulación de un buque que regresa a tierra tras un año sin tocar puerto, se enamoró de ella. María, recién delgada -el misterio de su dieta nunca se desveló-, insatisfecha en su vida amorosa -unida en matrimonio al provecto Giovanni Battista Meneghini, en funciones de manager y protector-, no cedió a su admiradora, pero se aprovechó de sus relaciones para introducirse en sociedad y lanzarse a un frenesí de fiestas. En una de ellas conoció a Onassis, armador griego tan cargado de millones y de resentimiento como falto de escrúpulos y de belleza, aunque parece ser que era un superdotado en la cama. Se enamoraron, aunque más propio sería decir que fue Callas la que perdió el oremus al encontrar el orgasmus.

Todo indica que Onassis la utilizó para apuntalar su ego y presumir ante su rival, el armador Niarchos, menos afortunado en el sector parejas, lo cual es lógico porque les pegaba tundas hasta matarlas (literalmente: primero enviudó de Eugenia Livanos y luego de la hermana de ésta, Tina, con quien se casó después de que Onassis la abandonara por la diva).

Trivialidad

De la mano del armador fue deslizándose en la trivialidad de saraos y cruceros, sofisticados modelos de alta costura y cenas en Maxim's, trasnoches y jolgorio. Inevitablemente, su arte se resintió: durante los 60 sólo cantó siete representaciones, entre ellas la Tosca, con resultados insatisfactorios, aunque sus entregados admiradores -por oposición a su rival, Renata Tebaldi, la buenaza; María era la mala, por supuesto- la aclamaron como en sus mejores noches. Cuando Onassis la dejó por un nuevo trofeo -nada menos que casarse con Jacqueline, la viuda de Kennedy-, el trabajo de devastación estaba hecho. En un intento de iniciar una nueva carrera en el cine protagonizó la Medea de Pasolini, pero no salió bien. Una gira compartida con otro gran veterano, el tenor Giuseppe Di Stefano, le devolvió algo de alegría y de confianza en sí misma. Y las clases en la Juilliard School de Nueva York le permitieron reencontrar la dignidad de su trabajo.

Transcurridos 20 años desde su muerte, el cedazo del tiempo ha borrado su popularidad insustancial de criatura pública y ha mantenido su fama de genio musical, arropada por el mágico añadido que proporcionan una existencia desdichada y una muerte temprana. Tuvimos la fortuna de que su carrera coincidiera con el florecimiento de los estudios de grabación. Primero en microsurco, luego en LP y ahora, por fin, en digital, su voz seguirá conmoviendo a cualquiera que haya entrevisto en soledad los claroscuros de este mundo.

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