Los británicos dan una última oportunidad al príncipe Carlos para salvar la monarquía
Un trágico vuelco del destino ha depositado el futuro de la corona británica, y tal vez de la propia monarquía como institución, en manos de su heredero directo, el príncipe de Gales. Y no porque los británicos se hayan vuelto de repente republicanos sobrecogidos por la desaparición de Diana. Es que de Carlos, viudo a los ojos de la Iglesia anglicana, depende ahora la educación de Guillermo, el hijo primogénito y rey en ciernes. De sus dotes paternas para consolarle a él y a su hermano Enrique, de su autoridad moral para guiarles hacia un destino distinto al de otros y, sobre todo, de su reacción ante la muerte de su ex esposa pende el juicio de un pueblo dispuesto a concederle aún el beneficio de la duda a la casa de Windsor.
Cuando Carlos se comprometió con Diana Spencer en 1981 cometió la indelicadeza, error para muchos, de afirmar que estaba enamorado, "sea lo que fuere dicho sentimiento". Ella sonrió nerviosa, pero no se trataba de una broma. Él mismo ha reconocido que el matrimonio fue una imposición del duque de Edimburgo, su padre, que le exigió casarse o abandonarla.Muy pocos años después, quienes le aclamaban en su boda empezaron a criticarle por dejar desamparada a la inexperta princesa. Con el tiempo, el eco de los vítores ha dado paso a una duda sombría. "¿Es que la familia real es incapaz de sentir algo?", preguntaban ayer los televidentes a los psicólogos y terapeutas llamados por las cadenas públicas y privadas para evaluar el futuro de los dos jóvenes príncipes.
"Que los pobres chicos fueran llevados a la iglesia [en Balmoral] en coches oficiales horas después de la muerte de su madre para no romper el protocolo es bien triste. Nadie se preocupó de sus sentimientos", ha lamentado Suzanne Moore, columnista del rotativo The Independent. La mayoría de sus lectores, así como buena parte de quienes han expresado su opinión a través de los teléfonos abiertos por radios y televisiones, sospecha lo mismo. "Diana hubiera preferido que' lloraran sin restricciones. En cambio, han sido obligados a mantener la misma fachada que casi la destruyó a ella", en palabras de la propia Moore.
Sin embargo, una imagen tomada el lunes en Balmoral puede sugerir algo más. Carlos de lnglaterra permitió que sus hijos se vistieran con formalidad y contuvieran las lágrimas. Fue con ellos a un servicio religioso que bien podría haberse oficiado en las dependencias reales. Pero se sentó entre ambos durante el corto y sombrío viaje. Con semblante demacrado ocupó el asiento trasero del automóvil que los llevaba al templo.
Puede pensarse que el gesto es insignificante. Qué menos que acercarse a sus hijos recién tocados por la orfandad. Pero las lágrimas públicas no son de rigor entre los miembros de la realeza británica, y mucho menos en un acto público. Aunque Diana no fue nombrada durante la ceremonia religiosa, el trayecto hacia la iglesia con su padre constituyó para los príncipes Guillermo, de 15 años, y Enrique, de 12, el primer ensayo del funeral multitudinario del próximo sábado. Él estuvo con ellos hasta donde le permitían unas normas que muchos tachan de anticuadas en una sociedad tan moderna como se precia de ser la británica.
En un país donde la expresión de las emociones, que no su discusión y disección, es conflictiva, Carlos de Inglaterra aparece ante el pueblo llano, el que adoraba a Diana, como una suerte de tullido emotivo. Y ello le pone en un verdadero aprieto. El heredero de Isabel II representa el futuro inmediato de una institución inseparable de la imagen del Reino Unido y de sus valores. Una corona que asoma por encima de los proyectos más audaces demostrando que atesorar sus tradiciones constituye el mejor ejercicio de estilo de los británicos.
Coraza arrebatada
En cierto modo, la muerte de Diana le ha arrebatado a su ex esposo la coraza teñida de intelectualidad que portaba. El príncipe de Gales, que debe guiar después de esta tragedia a su extensa y conflictiva familia a través de un duro periodo de reflexión sobre el papel de la monarquía, se juega el perder la corona por el camino.
La reacción del grupo completo, y en especial la suya, es escrutada por la riada humana que sigue depositando flores ante el palacio de Kensington, residencia de una princesa, Diana, cada vez más envuelta en el halo del mito.
Si por razones ajenas a sus deseos Carlos de Inglaterra no llegara a reinar, su legado como mentor y padre puede hacer mucho por una Casa Real necesitada ahora de una cierta redención.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.