Un sueño de Salvador Távora
Sucedió en Ronda, "cerca de los montes donde Mérimée situó la imaginada vida frívoÍa y delictiva: de nuestra legendaria y combativa cigarrera, Carmen", escribe en el programa de mano Salvador Távora. Sucedió en Ronda, en la plaza de toros, "a pocos metros de donde en enero de 1918, en asamblea histórica de andaluces regionalistas, se acordaron los colores blanco y verde de la bandera que debe servirnos para izarla sin mitos reformados sino con la dignidad del trabajo y la belleza de un arte tan nuestro", remata entre profesoral y lírico, y un pelo estupendo, el propio Távora, "que se sustenta de la violencia estética de nuestras fiestas de toros".Sucedió en Ronda, en la plaza de toros, la noche del sábado 26 de julio, poco después de la medianoche: un toro de la ganadería de Francisco y Cayetano Ordóñez, un toro de unos 600 kilos -no se hizo público su peso, ni su nombre (luego, el mayoral, nos dijo que se apodaba Despistao)-, brocho de cuernos, irrumpió en el ruedo para ser lidiado por tres notables rejoneadores. Se cumplía así, al menos sobre el papel, la unificación, con el arte como sólo vehículo, de la ópera, el teatro, el ritual taurino, el arte ecuestre, y el de cada día, el más difícil, el que hace de los artistas ciudadanos, de bien, bien nacidos. Algo que Salvador Távora jamás pensó "que pasara de ser un sueño".
Había una gran expectación en Ronda para ver ese maridaje de Carmen, la ópera andaluza de cornetas y tambores de Távora ("según la leyenda primitiva contada por viejas cigarreras de Triana"), con la lidia y muerte de un toro. El aforo de la Plaza de Toros (reducido a 4.000 localidades por la instalación del escenario) se había quedado chico ante la demanda del público potencial. Para los rondeños, familiarizados con las célebres corridas goyescas, esa Carmen era algo así como rizar el rizo. A la hora de la verdad, el insólito maridaje resultaría más emotivo que otra cosa. Una emoción estrechamente ligada a la aventura personal de Távora -un sueño-, de La Cuadra de Sevilla, y de sus fieles e incondicionales espectadores, una legión.
El toro Despistao -un señor toro, nada que ver con el novillo-toro que se anunciaba en el cartel- resultó ser un toro manso. Manso y peligrosísimo. Jesús Piris acabó con él propinándole un rejón de muerte.
La lidia y muerte de Despistado pasó con más pena que gloria y el espectáculo teatral retomó su ritmo como si nada, con gran regocijo del respetable. No hubo, pues, de manera estricta, tal maridaje. Teatro y lidia siguieron cada cual su camino, con mayor o menor fortuna. Pero, terminado el espectáculo, cuando se encendieron las luces, sí hubo un maridaje. Se produjo ese momento cuando el hombre del teatro Salvador Távora, el alma de La Cuadra de Sevilla, se descolgó por la improvisada barrera que dividía el escenario y la plaza propiamente dicha y pisó el albero para salir al encuentro del joven novillero Salvador Távora, un muchachito aupado por El Gallo que llegó a cortar nada menos que un rabo en La Maestranza sevillana, y al encuentro, también, del joven torero que en la plaza de toros de Mallorca mató su último toro. Era el encuentro de Salvador con Salvador, pero, para la mayoría del público, fue el de Salvador con Antonio Ordóñez, un encuentro no menos real, jaleado por el público, y que se fundió en un abrazo.
Fue, en definitiva, una noche irrepetible (pero que podría repetirse en una plaza de México o de Colombia ofertas no faltarán). Irrepetible por lo que tuvo de emotiva. E incluso de mágica: cuando el cuerpo de don José, ajusticiado por un pelotón de fusilamiento, caía muerto sobre el escenario de esa Carmen, una estrella fugaz -"parezca un cometa", dijo uno a mi vera- cruzó el cielo de Ronda.
Babelia
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