Los invitados poscomunistas acuden a su cita sin haber evaluado el precio
Si hay algún aspecto que uniforma a los países de Europa central que serán invitados hoy a abrir negociaciones para sumarse a la Alianza, es la falta de debate sobre el monto de la factura. En otros capítulos -el interés de sus ciudadanos, la preparación de sus Ejércitos- hay diferencias sustancia. les entre Polonia, Hungría o la República Checa, Pero en los tres es idéntica la ignorancia de la opinión pública sobre lo que significará para sus bolsillos incorporarse a la OTAN en 1999, cuando se cumpla el 50º aniversario de la organización.
El Departamento de Defensa de Estados Unidos estima que el proceso de absorción de tres nuevos miembros -solo una vez la Alianza ha admitido dos candidatos simultáneamente, Grecia y Turquía- costará alrededor de 35.000 millones de dólares (cinco billones y medio de pesetas) en los próximos 12 años, de los que 19.000 correrán a cargo de los actuales socios europeos y 14.000 serán desembolsados por los tres neocatecúmenos. El impacto de esta cifra en unas economías emergentes, cuyos ciudadanos viven en el filo de la navaja, es cualquier cosa menos desdeñable. Pese a qué sus Gobiernos aseguren que con o sin OTAN los gastos de modernización serían parecidos.En Hungría, que está saliendo de un severísimo ajuste, la incorporación a la Afianza incrementará el presupuesto en unos 10.000 millones de pesetas durante los próximos años. La República Checa, antes de los drásticos recortes decididos en mayo por Vaclav Klaus para combatir la recesión, preveía gastar este año el 2% de su PIB en el capítulo militar, casi lo que. gastan los actuales miembros europeos de la OTAN. El presupuesto de defensa polaco del último año fue de 3.000 millones de dólares, la mitad que en los años ochenta.
Salvo Polonia, que ha vivido históricamente como un drama colectivo el tema de su seguridad, la dimensión de la factura es uno de los argumentos que explica las reticencias de checos y húngaros a participar en el club más poderoso del planeta. En la Republica Checa, el apoyo popular varía entre el 28% y el 42%, según sondeos. En Hungría, una encuesta del mes de marzo señalaba un 47% de partidarios y un 27% de adversarios. En Polonia, y en el mismo mes, el 88% de los ciudadanos estaban a favor de pertenecer a la Alianza, una organización que representaba hace el epítome del mal, la punta de lanza del imperialismo.
En ninguno de los tres países ha habido un debate público digno de tal nombre. La cuestión de la seguridad que él paraguas de la OTAN puede proporcionar a los nuevos miembros, sobre todo respecto a una Rusia eventualmente fortalecida, ha quedado oscurecida por argumentos que apelaban al prestigio, a la modernidad y a la occidentalización.
En un paisaje tan genéricamente deprimido como el de la Europa poscomunista, donde el telón de acero ha sido sustituido por otro que separa a los que tienen y a los que no, nadie, sin embargo, debería acusar a los Gobiernos de Praga, Budapest o Varsovia por querer que sus países den un paso adelante con respecto a otros en lista de espera, como Rumania o Eslovenia.
En la atrasada Rumania de Emil Constantinescu, que ha intentado con una fe de cruzado recorrer en unos meses el camino que otros antiguos satélites de Moscú han hecho en años, la fascinación por la OTAN se ha mantenido por encima del 85%, y no hay esfuerzo, incluyendo la forzada resolución de conflictos con los países vecinos, que Bucarest no haya hecho para asegurarse plaza en este autobús de Madrid. En Eslovenia, dos millones de habitantes y una renta mayor que la de algunos de los miembros de la Alianza, el entusiasmo de sus políticos contrasta con el escepticismo que suelen alimentar los estómagos satisfechos.
El declarado rechazo por Washington de las aspiraciones rumanas (el único Ejército serio de la región, junto con el polaco) y eslovenas ha enfrentado retóricamente hasta ayer mismo a EE UU con algunos de sus aliados, que han percibido la decisión como un diktat del único miembro del club que puede permitírselo.
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