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Desde Cataluña, federalismo

La izquierda ha apostado por una España federal desde el siglo XIX. La derecha española, en cambio, ha sido tradicionalmente refractaria a esta idea, quizás por la ecuación que desde 1870 llegó a darse entre federalismo y república. Ahora, sin embargo, la derecha está admitiendo en la práctica un federalismo de hecho, si bien no aún con su nombre. Veamos cómo y por qué.La derecha se ha federalizado en la práctica por lo siguiente.

1. Llega al Gobierno cuando el Tribunal Constitucional sentencia, por ejemplo, que la regulación del suelo es competencia autonómica. Y que, por tanto, la unidad de mercado y la igualdad ante la ley consagradas en la Carta Magna no impiden ni la devolución hacia abajo de este tipo de competencias, ni la existencia de diferencias en su ejercicio, más acá de unos límites explícitos.

2. Llega al Gobierno sin otra mayoría posible que la que le ofrece la derecha nacionalista vasca y catalana. Me refiero, claro, a una mayoría estable, es decir, no sujeta a los vaivenes de Anguita.

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3. El hecho de que las derechas nacionalistas no puedan gobernar solas en Euskadi y Catalunya obliga aún más al entendimiento de todas las derechas, tanto si es para compensar un pacto local con los socialistas (PNV) como si es para reforzar un pacto local con el PP (CiU).

Ante esta situación, la izquierda puede optar o por un esencialismo estatalista o por un sincero federalismo en el que siempre ha creído pero que siempre ha tenido que callarse puertas afuera del partido. (Puertas adentro todo ha sido federal desde siempre: es bueno recordarlo ahora que tan tos mencionan la presencia de los secretarios generales de los partidos de las comunidades históricas como concesión a unas su puestas baronías).

El carácter deshilvanado del súbito autonomismo de la derecha española puede llevamos, sin embargo, a la tentación primera mente citada: la defensa del Esta do como exigencia de racionalidad (más que como antiautonomismo). Algo de eso tendrá que haber, ante la imposibilidad de cuadrar las cifras de la sanidad y aún menos las del cupo vasco, reconociendo que la fórmula idea da por los socialistas en 1987 para el cálculo de este último era realmente una convergencia de los gastos públicos transferidos por habitante.

Pero una actitud puramente defensiva no tendría sentido en el momento en que la derecha ha dejado de amenazar con su tradicional rechazo autoritario a la combinación de progreso, libertades y autonomía que en el imaginario colectivo representaba la izquierda.

El federalismo posible hoy, con el nombre que sea, debería basarse en:

- El reconocimiento de las diferencias históricas, culturales y políticas, entre ellas el concierto vasco y la tradición catalana en derecho civil y derecho local.

- La igualdad de derechos económicos y políticos, concretada en los mismos gastos por habitante para los mismos servicios básicos y en la misma proximidad potencial de la administración de los servicios transferibles.

- La opcionalidad, entendida como el derecho de una autonomía a optar por la prestación propia de los servicios transferibles o bien por la continuidad del servicio estatal (Extremadura ya ha dicho, por ejemplo, que no quiere policía autonómica).

-Una apuesta clara por la Europa de la subsidiariedad y en consecuencia la asunción decidida de la declaración de mayo en Amsterdam, con ocasión de la Cumbre de las Regiones y Ciudades: más Europa y más proximidad; más Europa y más región, más ciudad.

Es cierto que los abusos del neoliberalismo internacional de los años ochenta parecen justificar un sano retorno a la razón de Estado. Pero nos equivocaríamos si no comprendiéramos que aquellos excesos los permitió el elector por alguna razón: precisamente por el exceso de, intervención, por la suficiencia insultante del funcionario -la insolence of office-, que, junto a la slowness of justice, la lentitud de la justicia, vuelven una y otra vez desde el monólogo de Hamlet hasta nuestros días y piden vientos libertarios. Y en manos de la derecha esos vientos quieren decir desregulación dentro y guerras fuera, es decir, nacionalismo y mercado puro y duro.

Hoy hay que avanzar sin olvidar esas lecciones. Avanzar hacia la articulación de soluciones globales, pero soluciones que tienen que justificar en cada caso la intervención, el coste público, el impuesto que lo paga, la distancia a la que se actúa. Todo esto no puede darse ya por sabido ni por lógico; hay que irlo explican do modestamente en cada caso.

Afortunadamente y contra lo que se suele decir, mucho de este espíritu se filtró en la actuación socialista de los años pasados, de la mano del pragmatismo de los González, Serra y Solbes. Gracias a ello tenemos hoy, por ejemplo, libertad de televisión: la privada es la más ecuánime en este periodo de modos autoritarios y consignistas.

Si se pecó de algo fue de un empacho de "soluciones nacionales" a problemas que no lo eran. El colmo fue ese Código Penal que criminaliza las pintadas. De tanto solucionar grandes problemas (la defensa, la entrada en Europa y la OTAN, la España de las autonomías, la cobertura sanitaria, la generalización de la educación, las pensiones de los mayores) no caímos en que los pequeños, los de calidad, los de las clases medias, los de las ciudades, los del ruido, los de la inseguridad, etcétera, sólo tenían soluciones desde la proximidad, desde lo local.

Para eso no estábamos preparados. No bastaba el liberalismo macro de los socialistas más avisados. Hacía falta un ánimo libertario que nos faltó, un auténtico dejar hacer a la sociedad, a los poderes locales, a las ONG, a la juventud... y a las autonomías que, más allá de su (nuestra) monótona vindicación de recursos y competencias, eran capaces de corresponsabilizarse de muchos problemas.

Ahora nos toca empezar desde abajo. Plantear el federalismo fiscal a la americana, a tres niveles: federal, autonómico y local. Aplicar los estándares escandinavos y holandeses donde 2/3 del gasto público neto son gestionados en el ámbito local, provincial y/o regional. Como en Suecia, donde el impuesto sobre la renta de las clases medias y modestas, con un tipo del 30%, se destina a los municipios para educación (20%) y a las provincias para sanidad (10%). Sólo los más ricos, que pagan más del 30%, contribuyen al Estado (diplomacia, investigación básica, defensa, etcétera). Ahí se ve qué es lo que se considera básico.

En España deberíamos llegar el año 2000 al reparto por mitades del gasto público neto entre Estado y gobiernos locales y regionales (50-25-25), siempre que se lleve adelante el pacto autonómico de las comunidades del artículo 143 y el pacto local de nunca acabar. Estaremos entonces en condiciones de apuntar, para el año 2004-005, a ese 40-30-30 de los países europeos modélicos. (Se entiende en todo caso que el gasto público del que se habla no incluye ni pensiones no contributivas, ni amortizaciones de la deuda pública).

Mientras no haya justicia local no habrá auténtica policía local, y en tanto ésta no acabe de desplegar todas sus potencialidades no habrá autoridad democrática, seguridad aceptable, limpieza, prevención de la droga y justicia rápida.

Todo esto es federalismo; en Cataluña, catalanismo. El federalismo no es una bandera del siglo XIX; es la más actual, la más sostenible, la más social-Iiberal, la más autonomista y la menos uniformista, la única base real para la bundestreue, la confianza entre todos, la lealtad al interés general, que de otro modo no se obtendrá nunca en medida satisfactoria.

Si le quieren llamar de otra forma, da lo mismo. Desde Cataluña lo aceptaremos igual. Con entusiasmo. Aunque no estaría mal llamar a las cosas por su nombre. Europa va por ahí, como lo atestigua el ya clásico ejemplo alemán y el reciente federalismo italiano, así como, por supuesto, el devolucionismo británico a favor de Escocia y Gales.

Los italianos acaban de aprobar (el pasado 15 de marzo) una, ley marco en virtud de la cual (artículo 2) ciudades y regiones pueden desarrollar todas las tareas públicas que sean del interés general de sus ciudadanos, incluidas las actualmente desempeñadas por las oficinas estatales en dichos territorios, salvo las tareas que se especifican en el artículo 3 y quedan reservadas al Estado. Lo importante no es el número de las tareas reservadas al Estado -que empezaron siendo cinco en el primer borrador y acabaron en 20 en el texto aprobado-, sino el hecho mismo de la reserva por excepción y la prestación a niveles más próximos como regla.

La Administración sólo hará lo que no pueda hacer la sociedad, y dentro de la Administración primará siempre el nivel más cercano, salvo razones que habrá que explicitar, En casi todos los contextos (no me refiero ahora sólo a Italia) esas razones se. refieren a la eficacia y a la equidad o redistribución o cohesión.

Se ha invertido la carga de la prueba. Ahora ya no se postula la bondad democrática sólo de lo que aprueba la Cámara parlamentaria erigida en representación de la nación, siendo ésta el único nivel significativo, sino que se postula la delegación por parte de esa Cámara de las competencias hacia la sociedad, entendiéndose que la distancia en el ejercicio de la potestad pública es un mal a evitar en la mayoría de los casos.

El viento que barre Europa podría llegar a Francia, a nuestra vecina Francia jacobina (y modélica para nosotros en tantas otras cosas) antes que a España. Espero que no sea así. La oportunidad es nuestra. Vale la pena cazarla.

Pascual Maragall es alcalde de Barcelona.

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