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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Noticias de Dublín

Antonio Muñoz Molina

A ver si ahora que ha terminado la Feria del Libro de Madrid podemos dejar de hablar de aritmética y hablamos de nuevo de literatura. Entre la gente de la feria circulaba un individuo dotado de un micrófono y de una cinta métrica que se dedicaba a medir las colas de lectores que aguardaban bajo el sol de junio una dedicatoria, y los reporteros de los periódicos, poseídos de la misma pasión por la aritmética, lo único que veían de esa hermosa y multitudinaria celebración de los libros eran cifras de ejemplares vendidos y volumen de negocios. En estas mismas páginas, una periodista no tenía reparo alguno en recoger el calificativo de patético dedicado a un autor al que no se acercaba casi nadie, dando además su nombre y apellido, para no ahorrar ningún escarnio. Y entre tantos detalles numéricos y punzadas de malevolencia literaria prácticamente nadie se ha ocupado en contar lo que estaba ocurriendo de verdad, lo que hace memorable esa celebración literaria y botánica de la Feria del Libro de Madrid, en las mañanas ardientes y en los atardeceres sedosos del Retiro, el espectáculo tranquilo de una multitud paseando entre librerías y arboledas, invadiendo y ensanchando por unos días el espacio enrarecido de la literatura, poblándolo de caras nuevas, de caras francas e inesperadas de lectores comunes, que lo alivian a uno del peligro letal de confundir la literatura con la sociedad literaria, de pensar que la literatura es un oficio estrecho y monótono en el que nos conocemos todos.Terminó la feria en un domingo tumultuoso, apacible, civil, de luz cegadora y parejas y familias enteras cargadas de libros, y el lunes, como un contrapunto de penumbra, llegó la ocasión de celebrar a solas, a ser posible en la barra ¿le alguna taberna, irlandesa (le Madrid, el aniversario del 16 de junio de 1904, el día de James Joyce y de su Ulises, de Leopold Bloom y Stephen Dedalus y la carnosa y libertina Molly, que parecen revivir ese día con más fuerza aún de la que tienen siempre, como esos fantasmas que vuelven a mostrarse cada año en una fecha fija, en un lugar ya consabido. De James Joyce, como de Shakespeare, de Cervantes o de Dante, se pueden aprender casi todas las lecciones de la vida y de la literatura, pero entre ellas hay una que a mí se me antoja muy pertinente en estos tiempos, la lección, tan poco atendida entre nosotros, de que es falsa la diatriba entre casticismo y cosmopolismo: James Joyce, cosmopolita y políglota, desterrado permanente, fugitivo de su ciudad natal y de su país, del agobio doble y sofocante del provincianismo y el nacionalismo, inventor de libros que aspiran, con ambición hermosa e insensata, a "ser todo para todos los hombres" -él mismo hizo suyas esas palabras de san Pablo-, se pasó la vida escribiendo sobre deja de ser hijo pródigo y se la gente y las calles de Dublín, un Dublín minucioso y a la vez fantástico, poco a poco desgajado de la realidad, enaltecido por la memoria y la distancia, detenido en el tiempo, como la Rímini de Federico Fellini.

De la ciudad en la que no habría podido escribir ni respirar hizo magnífica literatura. En vida no le prestaron mucha atención, pero después de muerto sus paisanos hacen con él negocios excelentes, como los paisanos de Faulkner, que ni siquiera se molestaron en cerrar las tiendas como gesto de luto el día de su muerte, o los de Federico García Lorca, que en los sesenta y un años de su muerte le ha dado a su ciudad bastante más de lo que recibió de ella en los treinta y ocho breves años de su vida. Sin más requisito que el de morirse, el desertor del localismo deja de ser hijo pródigo y se convierte en gloria local. James Joyce, que destestaba por igual los abusos del dominio inglés sobre su país y la cerrazón mental, entre sacristanesca y pseudocelta, del nacionalismo irlandés, es ahora, simultáneamente, un orgullo de Irlanda y de las letras inglesas.El lunes 16 de junio, en Madrid, en una taberna irlandesa de madera áspera y penumbra que se llama joyceamente Finnegan's, me bebí una cerveza acordándome de Dublín, ciudad en la que no he estado nunca (la literatura nos permite recordar ciudades que no conocemos y querer a gente que no existe). Dos días antes, un escritor español y de Madrid, Javier Marías, estaba recibiendo en Dublín un premio internacional por su novela Corazón tan blanco, elegida por bibliotecarios de no sé cuántos países entre algunas de las novelas más relevantes que se han publicado en Europa en los últimos años. La dotación del premio es cuantiosa: siempre hay que agradecer que un escritor gane algo de dinero, pero aún es más valioso el hecho de que el libro de Marías haya prevalecido en un plebiscito internacional de bibliotecarios, de lectores a la vez vocacionales y profesionales. No es nada normal que una novela española merezca tanta consideración, en tantos países y en tantos idiomas. Hace un siglo, don Benito Pérez Galdós hablaba de las terribles aduanas que cierran el paso en los Pirineos a la inteligencia española. No quiero confundir la aritmética con la literatura: lo que hace de verdad excepcional el caso de Javier Marías no son sus cifras de ventas, sino el reconocimiento de la calidad de su trabajo, su firme presencia en el repertorio de las literaturas europeas.La presidenta de Irlanda fue quien le entregó el premio a Javier Marías. No sé la relevancia que le dieron al acto los periódicos de Dublín, pero es alucinante el silencio que han mantenido sobre él los periódicos de Madrid, a excepción de éste, y de algún suelto mezquino que ha aparecido por ahí. Se ve que están tan acostumbrados a la difusión internacional de la literatura española que un premio más ya no les parece digno de mención. Imagino que los muñidores expertos de certámenes de tercera regional ya se han provisto de explicaciones biliosas, de las jactancias usuales que dan para una media sonrisa torcida y confidencial, pero no amortiguan la mordedura de la envidia. Pero tal vez es que no se enteran, que no saben lo ancho que es el mundo más allá del corralón donde ellos íntercambian sus favores de pequeños caciques, sus maledicencias mustias y sus broncas de tahúres. Dan ganas de irse, a otra Dublín, a otra Madrid, a otra Granada, no las ciudades que existen en los mapas, sino cualquiera de las que sus hijos pródigos y prófugos fundaron en las tierras vírgenes del recuerdo y de la lejanía.

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