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El polonio de los libros

Vicente Molina Foix

Nunca he fumado, y ahora lo siento. Ajeno a la cultura y usos del tabaco, nunca me interesé, digámoslo así, por su intrahistoria, y bastante poco por su esencia, la ontológica, no la perfumada. Ni siquiera cuando hace tres meses -por el influjo vicioso de un amigo que lo hacía- masqué tabaco unos días me molesté en saber qué me estaba metiendo químicamente en la boca. La experiencia, aunque sucia en sí, me gustó; sentí el estímulo embriagador de la nicotina y no emití vapores molestos, aunque parece ser que el efecto nocivo para mi cuerpo sí lo sufrí. Anduve mascando esos cuantos días como John Wayne, o más innoblemente como un cuatrero de los que John Wayne combatía a balazos y que antes de desenfundar dos segundos después que el sheriff arrojaban al suelo del saloon la asquerosa pócima mascada.Hoy, cuando ya no masco, me entero con nostalgia de que el tabaco no sólo lleva azúcar, alquitrán, arsénico y nicotina, sino dosis muy apreciables de paladio y de polonio, dos componentes que tienen algo de isótopo radiactivo, aunque a mí me sonaron a personajes secundarios de un drama de Shakespeare. La información que leí también decía que pronto va a ser obligatorio en las cajetillas un desglose de lo que encierran en su interior los cigarrillos, al modo en que sabemos a ciencia cierta de qué están hechas las sopas envasadas, los paquetes de patatas fritas y hasta las bandejas de pescado fresco que uno compra en El Corte Inglés. Lo diré crudamente: aunque ni fumo ni masco, entre tragarse la sal marina, el carbohidrato y los lípidos presentes en el cartón de gazpacho que me pienso tomar en cuanto acabe esta columna, seguido, como segundo, de unas lonchas de jamón york provistas, lo dice el envoltorio, de estabilizantes, conservadores (sic) y, a tenor de lo anterior, una lógica cantidad de antioxidante, yo, la verdad, prefiero ingerir algo que lleve polonio y paladio, que suenan mucho mejor y encima es, el paladio en concreto, un metal pesado pero anticancerígeno.

Pensé en todo esto el domingo mientras firmaba, bueno, cuando propiamente no estaba firmando, en la Feria del Libro del Retiro. Sobre la relación autor-lector se ha escrito mucho y muy serio, como sobre todos los amores difíciles, pero yo me inclinaba más a la figura del comprador, que ya sabemos por la estadística que no siempre coincide con la del que lee el libro por él comprado. Tener un libro firmado por el autor es una pequeña mitomanía a la que no escapan, sépanlo todos, los propios escritores, muy dados a reclamar de sus amigos semejantes el ejemplar de regalo dedicado. Ahora bien, exceptuando a los fenómenos firmativos del tipo Gala o Pérez Reverte, donde lo crucial es asegurarse un sitio en la cola, hay unas curiosísimas estrategias en el acto de solicitar la firma. Se habla de la timidez, hasta del embarazo del escritor que espera nueve o 90 minutos a que alguien se le acerque y le compre la mercancía (un sarcástico me dijo el otro día que las hileras del Retiro le recordaban las calles del barrio chino de Amsterdam, donde las prostitutas también aguardan sentadas con todos sus encantos al cliente). Pero ¿y los compradores tímidos, dubitativos, esos que hacen varias pasadas antes de decidirse, llegando incluso a devolver el libro al montón después de ojearlo tres veces, o los que se escudan en sus hijitos, "firmeselo al niño, para que se aficione", y el niño te mira con cierto morbo y una cara de decidido nolector tuyo?

La lectura es un gesto de irrepetible afirmación individual, pero no desdeñemos los misterios que acompañan al objeto en sí. Quizá el día en que haya que poner en la solapa los contenidos del papel, la tinta y el plástico disminuya la fascinación y el deseo de que el autor de ese conglomerado -tal vez lípido o polonio- nos lo firme. Mientras tanto un ruego a los libreros. ¿Encarecería mucho la feria la colocación de una cortinilla tras la que el firmante y el firmado se refugiaran para llevar a cabo el acto en la intimidad? Algo hay en la firma de mutua declaración de amor o de voto de confianza, y tanto las urnas democráticas como las putas de Amsterdam ofrecen ya el recato de la cortina.

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