Hacia el despojamiento
En el equilibrio de los diferentes elementos que integran un espectáculo operístico, las producciones han conseguido alcanzar un protagonismo muy considerable. Se entiende por producción la realización escénica y plástica que un teatro hace para resolver el lado visual de una obra lírica, es decir, escenografía, vestuario, iluminación, movimiento escénico, dirección de actores, etcétera. Está ligada a la corporeidad volumétrica, pero sobre todo a la filosofía estética de los centros operísticos, y en ella entran criterios de financiación, tanto en la posibilidad de exportación a otros lugares como en la propia administración económica interna.Las producciones de éxito son un parámetro de prestigio internacional y también un signo de por dónde van los tiros en cuanto a tendencias creativas o del grado en que estas tendencias son asimilables y bien recibidas por el público. Algunas producciones dan la vuelta al mundo en clima de reconocimientos y hasta crean escuela. Anteayer, por ejemplo, se presentó en París la versión de Salomé de Strauss firmada por Luc Bondy con un equipo escénico encabezado por Erich Wonder como escenógrafo y Lucinda Child como coreógrafa. Es una producción que desde su estreno en el Festival de Salzburgo de 1992 ha convulsionado allí por donde ha ido, repitiéndose las admiraciones en Bruselas, Londres, Florencia o Chicago, y provocando un éxito rotundo ahora en el Châtelet con un público entregado al que se habían incorporado intelectuales como Susan Sontag y otros protagonistas destacados de la vida cultural francesa.
El impacto es comparable y el concepto equivalente a la producción de Tristán e Isolda en el Festival de Bayreuth con H. Müller en la dirección escénica, ayudado por Wonder (otra vez) y Yamamoto en el apartado plástico. Pero la ópera wagneriana no ha salido de la "verde colina", con lo que la posibilidad de contrastes es más limitada. Lo que queda claro, en cualquier caso, es que las dos poseen estéticas de despojamiento, con una desolación que surge de las entrañas. Su capacidad de síntesis es muy marcada, la iluminación es determinante en la poesía y el seguimiento de los personajes es crucial en el lado emocional. Tanto Catherine Malfitano en Salomé como Waldraud Meier en Isolda son potenciadas por una casi desnudez escénica que favorece la concentración musical. Llegan al corazón desde una dimensión reflexiva y su convicción como actrices las hace más cercanas, comunicativas y desgarradas.
La década anterior se decantaba por otro tipo de propuestas. Se valoraba especialmente el claroscuro de Strehler y Frigerio (Don Juan de Mozart en La Scala) o la capacidad de transgresión del espacio de Ronconi y Aulente (El viaje a Reims de Rossini en Pesaro, Milán o Viena). Se cultivaba más el juego, la ampliación de horizontes, la dimensión colectiva. Los vientos son ahora más turbulentos. Si las inclinaciones de la ópera en sus centros de mayor influencia se vuelcan en un desplazamiento del repertorio hacia el siglo XX, en un intercambio abierto a creadores de otros campos y en la búsqueda de estéticas que reflejen desde la sensibilidad el tiempo en que vivimos, por algo será. En la próxima temporada de La Maestranza de Sevilla, por ejemplo, los cineastas Werner Herzog y Zhang Yimou van a dirigir óperas de Wagner y Puccini, según afirma su director artístico en el último número de Le Monde de la Musique. Por mucho que algunos fundamentalistas de la ópera se empeñen en lo contrario, nada favorece más el lucimiento, la expresión y la emoción de una voz que una propuesta escénica que se aleje de lo decorativo y se acerque a la inteligencia. Ejemplos como el de la Salomé citada más arriba no hacen más que ratificar que el rigor y la creatividad no tienen por qué estar reñidos con el entusiasmo popular.
Babelia
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