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El paraíso de las malas

Vicente Molina Foix

No es cinismo. Es la verdad: yo quiero a una mujer mala, fuera de la sociedad. Esta declaración en verso no es mía, por desgracia, sino de don Manuel Machado, y está en su libro El mal poema. Me parece una manera como otra de iniciar un homenaje a quienes a través de la pintura, el cine y no poca novela antigua y moderna -apartemos de esta columna la vida real- han ostentado con su peligrosa belleza el signo de una deseada perdición. Las malas, esas mujeres objeto de un número reciente de la excelente revista cinematográfica Nosferatu y de un ciclo de películas que recorre, como un fantasma de carne condenada, filmotecas de España. ¿Habéis sido buenas? A ese título en forma de pregunta provocadora de los responsables del ciclo responden cada tarde en la pantalla un no de labios de carmín y guantes negros tigresas del porte de Bette Davis, Sharon Stone o Sarita Montiel, secundadas en cintas de negrura más física o racial por la maldad telúrica de Lola Gaos (Furtivos), o por las tetudas superzorras protagonistas del cine de Russ Meyer, que ahogan a los hombres en la sima de sus mamelones.La vigencia del género, de este género de mujer quiero decir, está asegurada: al declive de las grandes perversas de antaño responde Hollywood, siempre proveedor de mitomanías, con nuevas y por lo general deslenguadas y muy escotadas vampiresas. Pero bajo la carne prieta de estas damas está, creo, el molde de un sueño turbio y universal que explica la fuerza inagotable de su arrastre: el sueño de que un amor prohibido nos pierda, de dejarse perder por las vueltas de una hermosa curva o el beso de los labios más prometedores.

He visto el arquetipo de la mujer fatal en la extraordinaria Carretera perdida, en la que David Lynch ha hecho una obra hermética y desbocada, pero más estimulante que la mayoría del cine bien resuelto que llega hoy de América. En Carretera perdida hay, dice su director, "situaciones de tipo mental que sin duda son abstractas, pero en las que podemos reconocernos todos", y yo diría que la clave del reconocimiento general que da a la película su inexplicada fascinación está en la mujer de cabello cambiante, dotada de una voz de pana más que de terciopelo y un modo de mirar que mueve el alma, el alma ya de por sí inestable de los hombres que se sienten atraídos por ella. Es Patricia Arquette, una de las Arquette y los Arquette, la saga familiar, como se dice ahora, que está dando al cine una generación de talentos vinculados por la sangre.

De las Arquette pasé, con el pensamiento, a las Molina, las hijas del cantaor que podrían formar un equipo notable de bellas malas del cine español. ¿O es que el cine español es tan menesteroso que no da para malas? En el citado número de Nosferatu se habla de la brujita Silke, Tota Alba, Amparo Soler Leal y, naturalmente, Victoria Abril, que no sólo por sus excelentes trabajos en Amantes e Intrusos tiene méritos para ser la malvada por antonomasia de la industria del cine español. Yo creo, sin embargo, que aún necesitamos más malas. Siempre sueño, por ejemplo, con un remake hispano de ¿Qué fue de Baby Jane? en el que a la Joan Crawford de Julieta Serrano le diese réplica nuestra gran Bette Davis nacional, Berta Riaza. Y está por explotar el potencial para la perfidia inquietante de una Emma Suárez, de una Marisa Paredes. ¿Podrían ser malas, malas-malísimas, la Barranco, la Maura, la Velasco, o hay algo en ellas tan positivo, tan humanamente afirmativo, que lo impide? Nada es imposible para estas grandes: Ana Belén acaba de convencernos a todos haciendo de una implacable devoradora sentimental en El amor perjudica seriamente la salud.

El secreto del éxito del molde está en la ambigüedad. No hay malas absolutas, como tampoco existe la fealdad que no despierte un punto de gusto morboso. Cuando acudimos, hombres y mujeres, a la llamada de un peligro que nos asegura el beneficio pasional de lo maléfico, estamos posiblemente respondiendo a un deseo de nuestra propia voluntad, que más de una vez se debate entre el principio de rectitud y la desordenada tentación de la caída. Exactamente como Machado pinta a esa mujer de la calle de su amargura: "Saber ser, / a ratos voluptuosa / y querer, / o no querer".

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