Girona
La calidad de vida es un misterio tan inconmensurable como la perversión sexual o el liberalismo económico. ¿Dónde empieza y acaba?, cada concepto respectivamente, quiero decir, y ¿por dónde o cómo se miden? En el reino de estas entelequias, el paisaje social que para mí es de calidad le puede resultar al ciudadano de un barrio alejado degradante, y en cuanto al erotismo, actos que dos adultos puestos de acuerdo realizan placenteramente con unos utensilios dolorosos pueden constituir para el vecino del quinto motivo de alarma o repulsión. Pero EL PAÍS realizó hace poco un estudio comparativo entre las 52 capitales de España, y el resultado tangible fue que la mejor ciudad para vivir, la más cualificada por su equilibrio y naturalidad, era la antigua Gerona de nuestra infancia geográfica, que sus habitantes se empeñaron un día encarnizadamente en llamar a los cuatro vientos, y hasta en las placas de la circulación, Girona.Yo no he vivido nunca en Girona, y bien que lo siento. Desde mi primera visita, antes de que la potente transformación urbana del alcalde Nadal la hiciese no sólo misteriosa y monumental sino hermosa y habitable, noté que pertenecía, dentro de su escala, al tipo de ciudades donde uno desea vivir, algo que no tiene nada que ver con esos sitios donde te toca vivir. Con las ciudades se mantienen relaciones de amor, llenas de arrebatos, infidelidades y enfriamientos; con una en particular, aquella donde se nace, el amor tiende a ser incestuoso, y al igual que sucede en las cosas de la carne, no se aprecia lo mismo el cuerpo amado, la ciudad vivida, a los 20 que a los 60. De ahí que haya ciudades para vivir ardorosamente y otras para envejecer dulcemente.
En el tiempo de mi descubrimiento, Girona ya tenía los dos rasgos que marcan su intensa belleza, el río Onyar bordeado de casas colgantes, y el color de su piedra, que va del gris azulado al ocre pálido. Era entonces una ciudad de una elegancia fantasmal y un poco ajada, como Praga o Brujas o Bath antes de sus propias transformaciones de progreso. Visitada hoy, la ciudad ha ganado, aunque haya perdido el romanticismo lóbrego -como de carboncillo de Víctor Hugo- que te hacía subir sus cuestas de la parte vieja con el temblor de un personaje ficticio y decimonónico. La transición de la ciudad nueva a los barrios altos es armoniosa, el rescate de su judería ha sido hecho con ingenio y respeto, su recién creada universidad se deja sentir fuera de las aulas, y hasta los muebles y señalizaciones urbanas, para nosotros que vivimos en el Madrid del chirimbolo y la estatuaria chulapona, resultan limpias y bonitas. No me extraña que sus habitantes se sientan satisfechos y deseosos de vivir allí.
Pero hay en todo enamoramiento un rasgo que provoca el flechazo. En las ciudades suele ser más simbólico que esa sonrisa, ese matiz de piel, esa manera de hablar que nos conquista en los humanos. El duende del lugar lo llamaría yo, aunque en Girona ese geniecillo seductor tiene nombre. La ciudad tuvo la suerte de que en ella naciera y a ella volviera a trabajar al fin de sus estudios Rafael Masó, uno de los grandes arquitectos del art nouveau catalán, menos conocido que los Domènech i Montaner, Gaudí o Puig i Cadafalch (maestros o inspiradores suyos) en gran medida por la condición provincial, que no provinciana, de su obra. Leyendo ahora Rafael Masó, arquitecte noucentista (Lunwerg Editores), el magnífico libro que sobre él han escrito Joan Tarrús, arquitecto, y Narcís Comadira, poeta, hay motivos para la exaltación y el llanto. Personalmente, he aprendido a ver el significado intelectual, inserto en la profunda renovación novecentista, de quien hasta ahora consideraba un extraordinario artífice de formas, y he recordado la dimensión de mis primeros asombros al ver sus llamativos edificios en la capital, en las cercanías o en su gran empresa final, S'Agaró. Las lágrimas se vierten sobre las hermosas ilustraciones del libro cuando comprobamos que Girona, en la tradición de los más impetuosos amantes, cometió una traición con Masó: dejó caer al suelo algunas de sus obras maestras, que hoy, gracias al estudio de Comadira y Tarrús, quedan como imposibles declaraciones de amor dirigidas a la ciudad más vivible de España.
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