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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Biografías de nadie

Antonio Muñoz Molina

Cuando yo estudiaba Historia en la Universidad, los nombres propios, las fechas exactas y las peripecias y los destinos individuales estaban severamente proscritos por la ortodoxia. De lo que se ocupaba la historia era de cosas más serias: las infraestructuras económicas, las transiciones de un modo de producción a otro, las condiciones objetivas que de una manera inapelable hacían que las cosas sucedieran tal como debían suceder. En la deriva de las masas continentales o en la rotación de los astros sólo intervienen fuerzas que pueden ser explicadas y previstas por las leyes científicas. Del mismo modo, la historia era el resultado de procesos que no tienen nada que ver con el azar ni con el destino o la voluntad humana y que son tan predecibles, para quien conozca sus leyes, como la fuerza de la gravedad o el ritmo de las mareas oceánicas.Es curioso, si me paro a pensarlo, que al mismo tiempo que en las aulas se me vedaba el estudio de las vidas reales, cuando leía novelas contemporáneas o ensayos sobre literatura descubriera que en ellos también se proscribían los personajes y las tramas, y que si iba a una exposición no hubiera tampoco figuras humanas en los cuadros. En la historia, en la política, en la novela, en la pintura, en la teoría literaria, en cualquier arte o disciplina humanística hacia la que uno se volviera, la expresión de la individualidad era al mismo tiempo una falacia y un delito, y cualquier desliz traía consigo el anatema definitivo de "pequeño burgués". Y, sin embargo, ocurría una paradoja en la que no he visto que ni entonces ni ahora reparase mucha gente: los mismos ideólogos que negaban el valor de la vida real y de los actos individuales, los que veían la historia como un devenir abstracto de modos de producción y las revoluciones como el resultado inevitable de ciertas condiciones objetivas, al mismo tiempo veneraban regímenes que se sostenían sobre la apoteosis de un solo individuo, de un líder que era al mismo tiempo guerrero triunfal, padre bondadoso, gobernante sabio, incluso poeta admírable y renovador de la agronomía o de las ciencias biológicas. La abolición del trasnochado individuo pequeñoburgués se correspondía con el culto a un solo individuo alzado a las dimensiones del superhombre. La negación de la figura del autor y del personaje la teorizaban autores de una egolatría frenética que iban y van todavía por ahí convertidos en arrogantes personajes de sí mismos. Una película y una muerte me han hecho acordarme con tristeza de esos tiempos. La muerte ha sido la de Manuel Tuñón de Lara, que nunca permitió que ningún dogma cegara en él la pasión por la historia, que es una pasión doble de conocer la verdad y de saber contarla. Enmedio, de aquellas arideces y catecismos de entonces, los libros de Tuñón sobre la España de los siglos XIX y XX, igual que los de Duby sobre la Edad Media, devolvían a la historia su encarnadura de peripecia humana, su condición antigua de relato animado a la vez por la exactitud de la documentación y por la cálida simpatía hacia las vidas de quienes existieron mucho antes que nosotros.

La película es un documental que se proyecta ahora en una pequeña sala de Madrid, Asaltar los cielos, de Javier Rioyo y José Luis Pérez Linares, que trata de Ramón Mercader y del asesinato de Trostki, pero sobre todo del monstruoso, del innumerable sacrificio de las vidas humanas que tiene lugar por debajo de los grandes movimientos como de sismología o geología de la historia. La vida individual cuenta poco, no es nada en comparación con los grandes procesos históricos, nos explicaban, los actos, los deseos o el dolor de una sola persona no tienen importancia ni para el historiador ni para el novelista, y menos aún para el revolucionario. En virtud de esa idea, cientos de millones de vidas han sido borradas del mundo desde 1914, en nombre de la Historia, de la Raza, de la Revolución, de la Patria, de cualquiera de las siniestras mayúsculas que aún siguen teniendo adeptos y provocando matanzas.

En Asaltar los cielos se ven algunas caras de víctimas y de supervivientes, se escuchan voces de testigos, se asiste a la rememoración de una tragedia en la que cada destino individual. es absolutamente único y a la vez encarna con una terrible fuerza de destrucción y sufrimiento las contiendas universales del siglo: León Trotski, el fugitivo sin descanso que sabe que no hay un solo lugar en toda la extensión del mundo en el que no pueda alcanzarlo el odio de Stalin, ese patán sanguinario a quien él siempre despreció; Ramón Mercader, el hombre que no es nadie, que borra su propia vida personal para convertirse en ejecutor, y que una vez consumado el crimen ha de seguir siendo otro hasta después de su muerte, porque quienes le han adiestrado y enviado ya no saben qué hacer con él, héroe asesino, angustiado durante toda su vida por el recuerdo de un instante y de un grito, la punta de hierro hincándose en el cráneo de un anciano que se cubre la cara, la sangre manchándolo todo, los papeles, la mesa, la ropa del mismo asesino.

Y además, y sobre todo, los otros, cada uno con su vida soberana y destrozada, con su experiencia única, que ninguna mayúscula podrá justificar ni rescatar: Silvia Agelof, la mujer usada y traicionada, los niños llevados a Rusia en 1937 que ahora sobreviven miserablemente en Moscú, entre las ruinas de aquella monstruosa utopía, la gente muerta, perdida en los frentes de guerra o en los campos de concentración, estafada en sus sueños más generosos, aplastada, olvidada. Asaltar los cielos es una suma de biografías de gente condenada a ser nadie en nombre de la historia, pero a la vez contiene algunas lecciones sobre nuestro agrio presente, sobre nuestro dudoso porvenir. Ahora ya no es pecado que las novelas tengan personajes, ni que en los cuadros aparezcan rostros humanos, y en los libros de historia vuelven a contarse las vidas de la gente, pero en nuestro peligroso país sigue habiendo respetables ideólogos de la mentira, de la calumnia y del crimen, asesinos en nombre de la raza o del pueblo, jerifaltes en la sombra que los envenenan y los arman, chusmas brutales que los reverencian. Una de las cosas más reveladoras sobre el pasado y el presente que se oyen en Asaltar los cielos la dice nada menos que Sara Montiel: "Yo sabía que Ramón Mercader había matado a Trotski, no que fuera un asesino".

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