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El desafío más difícil del presidente

Juan Jesús Aznárez

La reelección presidencial de Alberto Fujimori y la recuperación de su deteriorada figura en las encuestas dependerá mucho de la captura (o no) de Néstor Cerpa Cartolini y su exhibición pública en la misma jaula de fieras construida hace cuatro años para el matarife de Sendero Luminoso Abimael Guzmán. De conseguir la liberación de las 74 personas secuestradas por el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) y la rendición del comandante Evaristo, el país andino recuperaría la respiración y Fujimori una parte de la popularidad perdida como consecuencia del aumento del paro y el empeoramiento de la situación económica. Si resuelve la crisis a cañonazos y con sangre de rehenes, sus posibilidades en la cita electoral del año 2000 caerían en picado.La evolución de los acontecimientos no permite apostar de momento por ninguna de esas dos hipótesis. Atemperado por la envergadura del desafío y las presiones en uno y otro sentido, el autoritario jefe del Estado peruano se mueve con cautela y parece haber archivado la asilvestrada invitación de cuatro diputados ultras y sus pares en los cuarteles: una acción de fuerza contra la residencia diplomática tomada el pasado día 17 aunque ello signifique el sacrificio de secuestradores y rehenes. Evidentemente, Alberto Fujimori no va a excarcelar a los 458 presos del MRTA, porque la práctica totalidad de la sociedad peruana abomina del terrorismo, no lo entendería y son de cajón las trabas del Estado para proceder en esa dirección de sometimiento por las armas.

Pero una de las exigencias de la guerrilla procastrista -la mejora de las inhumanas condiciones carcelarias sufridas por sus compañeros presos- sí es atendible, y denunciable el hecho de que haya tenido que producirse el masivo secuestro del barrio de San Isidro para que la opinión pública internacional conociera que en la base naval de El Callao la dirección de Sendero Luminoso y del MRTA cumple cadena perpetua a ocho metros bajo tierra, aislada veintitrés horas y media al día en las penumbras de una celda de dos por tres metros. Que el Gobierno haya respondido al terror guerrillero con el terror carcelario, en abierta colisión con los convenios internacionales sobre derechos del hombre firmados por Perú, y que ese rigor en el castigo sea aplaudido por la mayoría de los peruanos no justifica su aplicación en un Estado de derecho.

Y hasta donde se conoce, el audaz asalto del 17 de diciembre ha tenido efectos contrarios a los pretendidos: Fujimori dispuso la suspensión de las visitas de familiares a las cárceles y las habituales de la Cruz Roja Internacional, y quedó en suspenso el indulto de quienes fueron acusados erróneamente de terrorismo. En una negociación desgraciadamente impuesta por las armas y con la vista puesta en evitar una matanza, son de esperar, sin embargo, el levantamiento de las prohibiciones y acuerdos que la opinión pública no perciba como claudicaciones.

Con la mayoría de sus compatriotas reacios a concesiones sustantivas, y siendo él de natural imperativo, Fujimori no parece dispuesto a aflojar públicamente mucho más de lo aparentemente ofrecido al comandante Evaristo por Juan Luis Cipriani, arzobispo de Ayacucho y su interlocutor de confianza: liberación de rehenes y desarme a cambio de la fuga autorizada del comando hacia otro país, en un proceso supervisado por una comisión de garantes. Es probable que esa comisión reciba otros cometidos, entre ellos certificar los cambios en el severo régimen carcelario aplicado a los reos de terrorismo e impulsar un proceso de paz que culmine en su día con la desmovilización, de la maltrecha guerrilla peruana y su incorporación a la política. En ese contexto, sería mejor entendida la concesión de algún perdón o amnistía.

De todas formas, el margen de maniobra del presidente peruano en esta crisis no es total, pues debe compartir criterios con la jefatura castrense que le acompañó en el violento alumbramiento del régimen cívico-militar de 1992 y con el país de sus ancestros y principal mecenas, Japón, que reclama pies de plomo para salvaguardar la vida de sus nacionales en el cautiverio. El desencanto por el empeoramiento económico y el aumento de la pobreza afectó negativamente a la popularidad del ingeniero agrónomo y son elementos a tener en cuenta en la observación de sus movimientos durante esta crisis. Las urnas perdonaron a Fujimori el autogolpe del 92 y los posteriores abusos de poder porque el corrupto sistema de partidos y la judicatura, arrumbados por aquel pronunciamiento, no inspiraban clemencia entre la población. Los peruanos agradecieron la derrota de la hiperinflación y los golpes asestados a Sendero Luminoso, pero estas dos grandes bazas a la hora de presentarse a las urnas han agotado su gancho electoral y la malhumorada sociedad ha perdido gran parte de la paciencia dispensada a los frecuente menosprecios de Fujimori por las instituciones democráticas. En este ambiente pogresivamente hostil, una torpeza en la solución de la crisis de los rehenes podría suponer su suicidio político.

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