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En Princeton, 1948

Al enclave hispanista de la Universidad de Princeton, caldeado intelectualmente por la fogosidad de nuestro maestro, don Américo Castro, llegó -invitado por él- su antiguo alumno de la Universidad otrora Central y del legendario Centro de Estudios Históricos -Rafael Lapesa, para profesar en el semestre de primavera, que empezaba pronto en febrero- Aquel joven maestro fue, para nosotros, una revelación, en más de un sentido. Tan fuertemente español como don Américo, era, sin embargo, la encarnación misma del sosiego intelectual. No era adverso, desde luego, al pensamiento de don Américo, entonces recién hecho público en Buenos Aires con su explosiva España en su historia, leída y comentada en sus seminarios nocturnos que nos dejaban encandilados. Sabíamos, por cierto, que Rafael Lapesa había opositado a la antigua cátedra madrileña de don Américo, tras haberse asegurado que su maestro no pensaba volver a España para ocuparla.Mas no era, entonces, ni lo sería tampoco más tarde, Rafael Lapesa un obstinado castrista, aunque mostrara siempre su admiración por la originalidad de las interpretaciones históricas de su maestro. Porque su temperamento intelectual era enteramente contrario a toda forma de exclusivismo interpretativo. Es más, el sosiego de Lapesa nos enseñaba -tanto a los norteamericanos como a los hispanos- a esperarlo todo de nuestra dedicación diaria, sin necesidad de alcanzar el grado de temperatura espiritual de nuestro iluminado don Américo.

Para mi mismo, Rafael Lapesa fue también un muy considerable refuerzo de mi fe en la continuidad -y el porvenir- de la España segada por la catástrofe de 1936. Gracias a Lapesa pude saber cómo era la vida en aquella España de la larga posguerra para los supervivientes de la represión caudillista. Era Lapesa en verdad, la confirmación de lo que había sentido casi desde el comienzo de la diáspora española de 1939: porque me resistía a admitir que la tiranía hubiera podido doblegar a todos los españoles. Una manifestación de la resistencia moral, tanto como intelectual, de Rafael Lapesa era justamente su estilo literario. Frente a los neobarroquismos propios del clima caudillista -que han persistido, desgraciadamente, hasta hoy mismo-, la austeridad estilística de Lapesa era un constante ejemplo de integridad espiritual: descrita por don Francisco Ayala -el amigo más antiguo de Lapesa- en 1986, para celebrar la concesión a Lapesa del Premio Príncipe de Asturias.

Para sus alumnos de 1948, en Princeton, las lecciones del profesor Lapesa mostraban que la ecuanimidad podía ser tan creadora como la encendida pasión de su maestro habitual, Américo Castro. Ecuanimidad que es siempre una virtud adquirida -como decía Paul Valéry de la modestia- y, por lo tanto, alcanzable a fuerza de trabajo. De ahí que Lapesa encarnara para nosotros la España de la mesura -de raigambre dieciochesca-, la de la civilización de los principios racionales y humanitarios de la Institución Libre de Enseñanza. Así, el lema de don Francisco Giner -que él atribuía irónicamente a un supuesto labrador castellano- "Don Francisco, todo lo sabemos entre todos", ha sido también el lema implícito de Rafael Lapesa. En suma, Rafael Lapesa ha sido uno de los pensadores españoles más serenamente ecuánimes, en este siglo -sin duda el más cruel de toda la historia hispánica y también el de más dañinos cainismos intelectuales-. La hombría de bien de Rafael Lapesa -su mesura Valiente- es un ejemplo para todos los españoles de buena voluntad.

No puedo concluir estas breves palabras sin recordar otro paradigma español: el de Pilar Lapesa, tan representativa de las jóvenes españolas de aquellos años gloriosos de la irrepetible Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, entre 1931 y 1936, a los que esta Casa rememora como incitación a proseguirlos. En 1948, en la villa universitaria norteamericana de Princeton, los aprendices de hispanismo tuvieron la fortuna de contar con dos modelos de seriedad intelectual, los de don Américo Castro y de don Rafael Lapesa. ¡Qué dicha la nuestra!

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