El sabio y las hormigas
La reina impostora llega a la puerta del laberinto subterráneo cuyo cetro quiere usurpar y engaña a los guardias que deberían cerrarle el paso, haciéndose pasar por alguien de su misma estirpe. Avanza entonces por la oscuridad populosa de los corredores que llevan a la cámara real, donde se encuentra la otra reina, la legítima, que no sabe que va a ser derribada y decapitada. La invasora se acerca a ella y la reina permanece inmóvil, no entiende lo que ocurre, no sabe defenderse, nunca había estado en peligro: no se resiste al magnicidio, como una emperatriz asiática idiotizada por la gordura y la indolencia. La decapitación puede prolongarse durante siete días y siete noches, aunque en la oscuridad del laberinto los días y las noches son idénticos, y la medida del tiempo es del todo ajena a la nuestra.La usurpadora no usa un cuchillo, sino sus propias mandíbulas, tan diminutas que apenas alcanzan a morder, pero esa fragilidad no aminora su determinación ni su furia y tampoco anima a su víctima a resistirse. Al cabo de los siete días de ese asesinato lentísimo, la primera reina está muerta y la usurpadora ocupa su lugar: la vida transcurre idéntica en el reino subterráneo, que es un laberinto más indescifrable y más cruel que el del Minotauro, y las muchedumbres de los siervos continúan dedicándose ciega y afanosamente a su trabajo, tan indiferentes al crimen de la cámara real como los campesinos miserables de la China imperial o la China maoísta a las intrigas y a los homicidios de la Ciudad Prohibida.
La historia podía haberla inventado Franz Kafka. Yo la supe el otro día al leer en este periódico una entrevista con el entomólogo italiano Cesare Baroni, que parece ser una autoridad mundial en el estudio de las hormigas, pero que nada más llegar al hotel Hilton de Barcelona, lo primero que hizo, sin quitarse siquiera la corbata, fue tenderse en el primer cantero de césped que encontró, manchándose de tierra las rodillas y los codos del traje, separando con los dedos briznas de hierba y grumos de tierra para buscar alguno de esos insectos sobre los que sabe más que cualquier otra persona en el mundo.
A mí cada vez me parece más enigmático que los periódicos dediquen tanto espacio a recoger declaraciones de gente que no tiene nada interesante que decir, políticos y artistas, sobre todo, y que además deberían ser juzgados por lo que hacen y no por lo que dicen que han hecho o que van a hacer. En las fotos, los artistas españoles tienden a aparecer ya vestidos de artistas, en pose de tales, en una actitud como de cuadro al óleo, de estatua futura, cuando no de próceres o de amenazantes gobernadores civiles. A mí me encantó ver a Cesare Baroni tirado en el suelo, sobre la hierba, con su corbata y su traje y una gran sonrisa italiana de felicidad y entusiasmo. Me hizo acordarme de la naturalidad suprema con que se han comportado siempre los mejores sabios y los verdaderos maestros, de las fotos de Pablo Picasso en pantalón corto y alpargatas, de Pau Casals con su pipa y su paraguas bajo el brazo, una soltura y una simpleza de modales que se transmiten intactas al trabajo creativo, un brillo de curiosidad permanente en los ojos. En el celebrado mundo literario y artístico, ese brillo apenas se enciende si no es con motivo de algún chisme sexual o algún rumor sobre dinero, conspiraciones de jurados o cifras de ventas. El ámbito de la llamada vida cultural se fracciona y se vuelve cada vez tan mezquino como el de la también llamada vida universitaria: cada cual pertrechado en su mínima taifa, en su parcela de especialismo extremo o de privilegio, despreciando aquello que se ignora, que es prácticamente todo, cultivando piltrafas irrisorias de saber, cuando no de simple jerga, de lenguaje cifrado, dedicando la parte de esfuerzo que no se gasta en intrigar a defender de invasores o extraños el botín personal, el territorio microscópico sobre el que se reina en calidad de experto.
Francisco Rodríguez Adrados, nuestro helenista más eminente, ha denunciado hace sólo unos días, en un artículo de Abc, la demolición del estudio de las Humanidades en la Universidad española, pero sería de ilusos pensar que esa pérdida de los saberes humanísticos se ha hecho en beneficio del conocimiento científico. Ni Ciencias ni Letras: el camino que los políticos y los pedagogos han trazado para la educación española, desde el preescolar hasta el doctorado universitario, es el del perfecto analfabetismo, disfrazado unas veces de especialismo extremo y otras de estímulo a la creatividad, como si pudiera crear algo quien no sabe nada, o entender algo quien no tiene una idea amplia y generosa del mundo.
La conversación del ultraespecialista universitario es tan tediosa como el narcisismo del literato o del cineasta que no ven nada ni miran nada que no tenga que ver con su propia egolatría. Lo que apasiona del sabio, lo mismo de Humanidades que de Ciencias, es la amplitud iluminadora de sus conocimientos, su enérgica disposición de aprendizaje y enseñanza.
Cuenta Baroni que una marabunta de hormigas puede ser una invasión apocalíptica de un millón de mandíbulas mordiendo simultáneamente todo lo que encuentran a su paso, que algunas hormigas obreras mueren de un síncope por la extenuación del trabajo, y que reconocen entre sí sus vínculos de parentesco, en un universo de seres idénticos, gracias a una cierta información molecular que algunas de ellas tergiversan para engañar a otras e invadir sus hormigueros, como esa reina impostora que lleva en latín el nombre espléndido y definitivamente mitológico de Bothiomyrnex decapitans.
Inmediatamente he ido a aprender más cosas sobre las hormigas en mi Enciclopedia Británica, que es la envidia de mis amigos anglófilos, y en la que no hay nada que no esté explicado con exactitud y claridad. Tal vez la literatura lleva demasiado tiempo celebrándose a sí misma, igual que se celebra y venera la arrogancia del artista, su indiferencia despectiva hacia la realidad cotidiana y tangible de los otros. Quizá sólo el ejemplo de la ciencia nos pueda devolver lo que en otro tiempo fue patrimonio de la poesía, de la pintura, del cine, el asombro de mirar las cosas y nombrarlas, de convertir cada palabra en un artículo de la gran enciclopedia del mundo real.
Babelia
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