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Los rebeldes zaireños decretan una tregua unilateral

Ramón Lobo

Los rebeldes banyamulenges (tutsis zaireños) han decretado un alto el fuego unilateral. "Queremos que todos los auténticos refugiados salgan de la selva y regresen a sus casas", asegura Ngandu Kissasse, uno de sus efes militares. Rodeado de una cohorte de jovenzuelos armados con Kaláshnikov, Kissasse no quiere soldados extranjeros en su territorio. "¿Para qué venir, si ya estamos aquí nosotros haciendo el trabajo?". En Sake, al norte de Goma, en una calle embarrada repleta de chabolas, más de 25.000 refugiados guardan pacientes a los camiones que, hacinados como animales, les llevarán a Ruanda.

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Hombres (pocos), mujeres y niños se arraciman en torno a las charcas esperando un camión milagroso del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).Vienen de Katale y Kahindo, en las montañas. Han caminado más de sesenta kilómetros de selva. Tienen los ojos varados en el horizonte. Como un ancla. Cargan con pertrechos enormes envueltos en telas roídas. Leonard Leberaho tiene 27 años y grietas de 40. Dice no haber luchado con el Ejército hutu ni con los interahamwes (milicias radicales, cuyo nombre significa los que matan juntos). Es de Gynsenyi, al otro lado de la frontera. "No sé si tendré una casa; tal vez ya esté ocupada". El Gobierno ruandés se encuentra de su parte. Aprobó una ley que obliga a los moradores ilegales a dejarlas libres en 15 días.

"No es justo. Se fueron hace dos años y medio destruyendo todas sus posesiones y ahora regresan con más derechos", se queja Jean Bapthiste, un tutsi de Ruanda que se salvó milagrosamente del genocidio. "Nadie sabe lo que puede pasar en el futuro".

A Leonard no le da miedo que le metan en la cárcel al pisar su Gynsenyi natal. "Es imposible sufrir más de lo que ya he sufrido. Prefiero morir a seguir como hasta ahora". Su mujer, Mukanqwi, y su bebé de siete meses, Iradukunda, observan sin pestañear. Ella, tras mordisquear una papaya, exclama: "No hay interahamwes [las milicias hutus responsables del genocidio de casi un millón de tutsis] por aquí, huyeron por las montañas".

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Amenazas de muerte

A su lado, Labani Nsengiyumva, de 25 años, un zaireño expulsado de Misisi, asiente desdentado. "Nos amenazaron de muerte si nos íbamos, pero yo les dije a mis amigos: '¡Qué importa, vamos a morir de todas formas si nos quedamos aquí!". Ningún refugiado quiere hablar de muertos. De los que caen por enfermedad o por las balas. Es un tema tabú. Los soldados banyamulenges patrullan la carretera. Son jóvenes, pero parecen disciplinados. Toda la zona está bajo su control.

A 20 kilómetros al noroeste, en medio de una pista agrietada por las tormentas, está Minova, donde se hacinan más refugiados. Son un grupo enorme, muy desperdigado, superior en número a los de Sake. Un serbio que trabaja para ACNUR no se atreve a dar cifras: "Son decenas de miles". El misionero marista José Luis Martínez, que vive en Goma, donde regenta una escuela de secundaria que la guerra convirtió en páramo, dice que "allá arriba hay por lo menos 100.000", la mayoría procedente de Bukavu. Su fuente son otros dos hermanos maristas que viven en Minova. De ser el grupo que partió del sur hace una semana, han caminado 196 kilómetros.

Los banyamulenges escoltan a las agencias humanitarias hasta los refugiados, dándoles protección. Quieren separar cuanto antes a los verdaderos de los miembros del antiguo Ejército hutu y de sus temibles milicias de matones. "Lo que quieren es que los refugiados retornen a sus casas en Ruanda para limpiar todos los focos de resistencia", afirma el marista José Luis Martínez. "Estoy seguro de que allá arriba [las montañas de la cordillera del volcán Virungo] hay miles de muertos", añade.

Los rebeldes bayamulenges controlan la práctica totalidad de las provincias de Kivu Norte y Kivu Sur. Una prueba está en el hecho de que ya dejan pasar hasta Sake, cosa que no sucedía hace cuatro días. "No hay grandes combates, sólo persecución aislada", dice el misionero. "y eso es lo que busca la comunidad internacional".

En Goma ya no se respira tensión. Innocent, un zaireño de 22 años que se gana la vida de traductor, está contento con la marcha de las tropas zaireñas. "Ahora puedo pasear y trabajar sin que nadie me moleste, sin que nadie me robe".

La ciudad de Goma, que podría ser un emporio turístico, es hoy un simple pudridero humano. No hay trabajo, ni dinero, ni agua potable, ni electricidad. Sin embargo, allí mismo, en la orilla norte del lago Kivu, una belleza sobrenatural salpicada de montañas, se levantan una veintena de casas de lujo. Eran de los amigos del presidente de Zaire Mobutu Sese Seko. Hoy son del jefe banyamulenge, Laurent Kabila, y de los funcionarios de ACNUR, que se han reservado las dos mejores.

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