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Tribuna
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Nuestro Fantoma

Todos somos ciclotímicos respecto a Malraux. Y henos ahora en la fase de "excitación"; mañana se pasará. No hay que ser un experto para prever que tras la exaltación pomposa (fatalmente pomposa, como obligan las pompas fúnebres y los oropeles republicanos), del genio, del hombre de pro y del santo laico, unidos en un único superhombre -por suerte gaullista-, pronto volverán a abrumamos el poco delicado, el que se dedica a los camelos, a los plagios, el ampuloso, y paso de continuar con la lista. Es un yoyó que está en la mente de cada uno. Cuando paso re vista a lo que yo mismo he escrito desde hace 30 años sobre el chamán nacional en cuentro tanto ditirambos como diatribas, todos igualmente justificados. Hoy, su ojo de gran reportero continúa entusiasman dome, su aspecto metafisico me hace bostezar. Con su lado rocambole, funciono, y del fatalista, me apeo. Sus puestas en escena me erizan: ¡cuántos trucos en esta vida obra, cuántos retoques! Sus premoniciones históricas, sus antenas-radar, me maravillan: ese farolero de salidas extravangantes siempre acertó.Tomó el partido de los débiles, de los humillados y los ofendidos en el momento justo. Pero después de todo, estos altibajos del fervor eran la esencia misma de Malraux, tan desdoblado en su personalidad como nosotros mismos. Él era la ciclotimina misma, la esquizofrenia superlativa: interpretando a diario ante el gran público la comedia del hombre extraordinario -el mejor papel posible- y denunciando mejor que nadie la comedia en las entretelas de su prosa. ¿Acaso la desmitificación no es la primera función de la inteligencia? Solemne y farsante. Dado al sonambulismo y a la penetración. Gran sacerdote del apocalipsis aupado en coturnos, humorista y chusco un tanto desaliñado. Revólver y frac. Cosmopolita y patriota. Esteta y partisano. Premoderno y posmoderno. De izquierdas, y de derechas. Es comprensible que nuestro Fantomas haya ido por unanimidad al panteón. Cada francés tiene su parte de él, y todos le tienen por entero. Ese cubista resume las incoherencias de un siglo chalado, y sus pedazos, recogidos uno a uno marquetería introspectiva-, cuentan lo que es cada uno a cada uno.

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Fin de una larga vergüenza

Por mi parte, he parado el péndulo en el "a favor" y permaneceré en él pase lo que pase. ¿Quieren saber por qué? Ante todo por una razón literaria. Lo mismo que las obras de arte dan talento a los críticos literarios, la historia de esta vida superinventada da alas a los talentos que la cuentan o la interpretan: ayer fueron Roger Stéphane", Jean Lacouture, hoy, Lyotard (que acaba de firmar una obra maestra Signé Malraux. El testamento bueno es el que hace a sus ejecutores todavía mejores.

En segundo lugar, por una deuda de memoria: vivimos tiempos Iacios y necesitamos un poco de apresto. Malraux fue un violento del principio al fin: no porque se dedicara al gatillo (lo suyo fue del tipo camarada Mauser, servicio mínimo), sino porque permaneció hasta el fin como un excéntrico y un insumiso (incluso en su gaullismo, que no tuvo nada de conservador y pompidoliano y que fue todo un acto de resistencia al mundo tal y como iba).

Y, finalmente, por un deseo relacionado con la educación nacional: por el deseo de que la alianza en un solo hombre de la aptitud para la acción, de la cultura y de la lucidez, de la que este antifascista dio ejemplo, reclute a mucha gente en el futuro.

Habría en él una genealogía a seguir. No rezo por mi santo porque -para bien o para mal- no formo parte de la familia Malraux. Siempre he preferido, vulgarmente, la prosa de las explicaciones a la poesía de los enigmas; el inventario razonado de las margaritas a las transfiguraciones del Monte Thabor. Los fulgurantes me parecen siempre un tanto, sospechosos. Pero, aunque no beba de ese agua, cómo no amar un lirismo de la inteligencia que rompe el paso habitual de lo intelectual". La idea de que la inteligencia en práctica debe alimentarse de experiencia y no de doctrinas ha sido, es y será, para la intelligentsia local una rareza más que nueva: incongruente. A sus colegas les interesaba el bullicioso café de Flore, él pasaba olímpicamente (y eso se paga).

Malraux no discutió de arte, de política, de aviación. Los practicó. Un intelectual es alguien demasiado prudente como para cambiar, al anochecer, un magisterio por un ministerio. Él osó hacerlo. Era la locura MaIraux, la misma, en el fondo, que le empujó en el pasado a visitar a los rebeldes en Indochina y a secundar a los republicanos españoles. Un tipo de imprudencias que a los Nobel no les gusta: ese impulsivo era para ellos comprometedor por estar comprometido. No era el tipo de gran conciencia moral. La abominación del centrista. El repelente de los humanistas amistosos. Incontrolable. Inadaptable. El que jamás hacía el juego. Militante o ministro, con carné o francotirador, da igual: lo que merece respeto es su desfase respecto al centro (y a las normas de las humanidades como oficio). Aunque hoy se panteoniza, se ilormaliza post mortem y en dos patadas a un refractario, no tengamos en cuenta nuestras banalidades ceremoniosas. Pensemos la oración fúnebre que Malraux habría hecho de Malraux: desesperada y divertida, como se debe a los extravagantes de pura cepa.

es filósofo y escritor, autor de Loués soient nos seigneurs, Gallimard, París, 1996).Malraux no discutió de arte, de política, de aviación. Los practicó

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