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Tribuna
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Sin retaguardia

La primera tarea para apaciguar la galopante degradación social y ambiental del momento es, que se equilibren las rentas de los países acaparadores con las de los margina dos. Algo que muy al contrario de lo coherente y deseable no hace más que agigantarse. De hecho, mientras que en 1960, el 20% más rico de la especie accedía al 70,2% de la renta mundial, en la actualidad esa misma facción disfruta ya de 83,4% de todos los bienes que produce el planeta Tierra y la industria de los humanos. Por el contrario, los del otro extremo, es decir, los mil millones de paupérimos, que hace 30 años disponían del 2,3% de la riqueza del planeta, en la actualidad se quedan en un 1,3%. Es decir, que los ricos lo son cada vez más, mientras que los pobres siguen hundiéndose. Para formularlo de otra manera: durante mucho tiempo se vulgarizó aquello de que un europeo pesaba económicamente como 40 africanos. Pues bien, ahora lo hace como 59. Aunque la pregunta puede ser todavía más desasosegante. ¿Qué pasará cuando seamos el doble que hoy en día, es decir, dentro de unos 40 años, si ya ahora consumimos el 50% de la biomasa que produce el conjunto del planeta? Sobre todo cuando está asegurado el bajón de los caladeros mundiales de pesca, el descenso de la producción mundial de cereales, o a la minimización de los bosques.

Todos los parámetros de disponibilidad de recursos naturales descenderán a lo largo de los próximos decenios, al tiempo que siguen desbocadas una apetencia ilimitada de mayor consumo y muchísima más población. Parece escasamente complicado reconocer que, si todos los habitantes del planeta consumiéramos siquiera al nivel del país menos desarrollado de entre los 20 más ricos, ya tendríamos encima el colapso. Porque conviene acordarse de la capacidad de sustentación de nuestra única, irrepetible y limitada biosfera. Pero sin olvidar que. si el bienestar sigue siendo inaccesible a la mayoría, se desgastarán tanto el planeta como el proyecto de desarrollo humano que reconocemos necesario para todos.

De ahí la torpeza de no estar apostando por una mayor equidad y por un cambio claro en los ámbitos consumistas de los favorecidos. No queda otra retaguardia para la humanidad que su porción opulenta. Y el acceso está de momento cerrado a cal y canto.

Los mismos científicos advierten que no se mire exclusivamente en su dirección para resolver las enfermedades sociales y mucho menos las ambientales. Porque aunque siga creciendo la riqueza de esa quinta parte de los humanos será a costa de la general de la humanidad y del planeta. Y cuando se conquista un todo, como ya anunciaban los taoístas, no se triunfa: se fracasa.

Poco más sensato que reflejarnos en el espejo de la tragedia del momento. Porque a él no sólo se están asomando los tres pueblos africanos directamente implicados, sino el orden mundial.

Por eso el destino más deseable de los seres humanos y de todo lo viviente sería el cambio profundo del modelo de relaciones económicas y de convivencia, como por otra parte se reconoció por todos los jefes de Estado y Gobierno del mundo en la Cumbre de Río de Janeiro de 1992. Aun así, seguimos sin aceptar la urgente necesidad, no ya del raquítico 0,7% que nunca llega, sino de condonar la deuda de los países donde gobierna la carestía.

No menos urgente resulta empezar a reconocer que la economía mundial y nosotros mismos funcionamos gracias a infinidad de prestaciones ambientales que resultan imprescindibles. La captación de carbono por la vegetación espontánea, el clima, la fotosíntesis, el crecimiento de lo agrícola y ganadero, el ciclo del agua no son productos sino usufructos. Y todo eso también se agota.

Vamos, que si hiciéramos la autopsia a los que hoy caen en Zaire o a cualquiera de los muchos países ya sin vida, descubriríamos que no se mueren de hambre o violencia, sino de empacho. El nuestro, claro.

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