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La vida en un agujero

Julio Iglesias y Jose Mana Aldaya resistieron sus secuestros gracias a una imaginativa autodisciplina

"Matadme ahora mismo y acabad de una vez". La desesperanza le derrumbó en una ocasión. Ante la nula perspectiva de una pronta liberación, José María Aldaya se lo gritó a sus secuestradores, que se encogieron de hombros y le dejaron sin comida como castigo. Según confesó a su familia, ésa fue la única oportunidad en sus 341 días de secuestro, entre el 8 de mayo de 1995 y el 14 de abril de 1996, en que el propietario de la empresa de transportes Alditrans bajó la guardia y se rindió. Durante, todo el tiempo restante, dijo, se aplicó la máxima de que la vida es un reto que hay que vencer cada día". ¿Cómo vencerlo? "Mi cuerpo estaba en aquel ataúd, pero mi mente la tenía en mi casa y en la empresa", explicó el ingeniero Julio Iglesias Zamora, directivo de la sociedad familiar lkusi, creada por un tío suyo y dedicada al diseño y la fabricación de sistemas electrónicos de información y seguridad. El había sido la víctima anterior de ETA: 117 días de cautiverio, entre el 5 de julio y el 29 de septiembre de 1993.

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Aldaya, que tenía 54 años cuando fue privado por la fuerza de su libertad, e Iglesias, que contaba 42, sobrevivieron a lo que ambos calificaron después de experiencia "inhumana" gracias a su 'Tuerza de voluntad", a su sentido imaginativo de la "autodisciplina" para no sucumbir "ni mental ni físicamente" ante unos terroristas que supuestamente cobraron por sus respectivos rescates del orden de los 100 y los 700 millones de pesetas.

Los dos fueron liberados en la misma zona guipuzcoana, en puntos apenas distantes unos pocos kilómetros entre sí. Iglesias, en el monte Arrate, entre Eibar y Elgoibar; Aldaya, en el alto de Azkarate, entre Elgoibar y Azkoitia. Ello hizo pensar a la policía que quizá hubiesen estado recluidos en el mismo zulo. En el caso de Aldaya también se suscitó la hipótesis de que hubiera sido trasladado al sur de Francia e incluso de que no hubiese pasado encerrado todo su secuestro. Iglesias describió su celda como "un ataúd". Medía 1,80 metros de largo por 1,80 de alto y 1,60 de ancho y el mobiliario consistía en una colchoneta de espuma, una mesa y una silla de playa. Era extremadamente húmeda y tenía las paredes recubiertas de un plástico blanco y decoradas con cuatro carteles. Dos de ellos, según relató, le proporcionaron una gran ayuda psicológica para evadirse: uno reflejaba una montaña nevada "por la que descendía esquiando" y un lago a cuyo alrededor "todas las mañanas", al despertarse, "daba unas cuantas vueltas haciendo footing"; otro mostraba un río en un paraje montañoso que le permitía "practicar el senderismo". Los otros dos, con el anagrama de ETA y la palabra independentzia junto a dos artículos de la Constitución española, le devolvían a la cruel realidad.

"Es como si a alguien le crucifican y le clavan los pies y las manos y, cuando está en la cruz, le dan protección solar, para que no se queme la cara. Estaba en sus manos. Mi dependencia era total. Con cerrar el ataúd, allí me quedaba". Así se refirió Iglesias a su secuestro, que consideró, "tortura" porque "la incomunicación es una tortura". "Es inhumano. No creo que ninguna persona se merezca algo semejante. Yo no se lo deseo a nadie. Y a ETA le digo lo que ya le ha dicho el pueblo: la respuesta está en la calle", enfatizó luego. Si Iglesias aprovechó aquellos meses para trabajar con unos libros, sobre las novedades del sistema informático Windows -"era difícil imaginarse un ordenador, pero lo conseguía"-, que sus captores no consideraban "nocivos" y a repasar los verbos irregulares del inglés, Aldaya aprendió euskera con la ayuda de un manual, lo único que le permitían leer, aparte la sección deportiva del diario Egin.

Como su predecesor, Aldaya encaró su cautividad, durante la que perdió 22 kilos de peso, como "una interminable caminata" hacia la libertad. El húmedo escondrijo -"se te calaban los huesos"- en que fue confinado tenía 3 metros de largo por 1,90 de alto y 1 de ancho y una colchoneta. "Habré recorrido por él cerca, de 20.000 kilómetros" imaginando el entorno ideal de los valles y las laderas", reflexionó.

Para sus cálculos, tendentes "a no perder las referencias", a seguir pensando con cordura, se ayudó primero con bolitas de papel: una por cada seis vueltas de cuatro pasos. Después, con garbanzos. Y, al final, con rezos: cada avemaría eran diez rutas. En su imaginación, el moho de las paredes había dibujado una especie de rostro de Cristo al que oraba con fruición.

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