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Tribuna
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Mi amigo paralelo

Pepe Ortega es de mi misma quinta la del 37, la más zurrada de las que nuestros padres y hermanos mayores, aquellos insensatos utopistas del uno y el otro signo, malbarataron para ensayar en nuestras carnes el amargo dislate de la guerra civil; a Pepe Ortega le toca su parte de la dedicatoria que puse a mi novela San Camilo, 1936 porque a él también le hicieron perder algo de su vida, de su libertad, de su ilusión, de su esperanza y de su decencia; ahora dicen que van a dar la nacionalidad española a los "aventureros foráneos marxistas (a los fascistas todavía no) que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro", lo que no es más que una vergüenza romántica y claudicante. En España, la derecha se mueve por razones históricas o pseudohistóricas y la izquierda por razones literarias o pseudoliterarias; lo grave es que aquí, en nuestra patria, suelen olvidarse las razones políticas o incluso pseudopolíticas, y así nos va. Lo políticamente correcto, según se finge entre nosotros, es sonreír implorando misericordia y bajarse los pantalones con tanta caridad como condescendencia. Quienes tenemos ahora ochenta años jamás podremos perdonar la conducta de quienes azuzaron la chispa del pedernal que pegó fuego a la guerra; nosotros no fuimos más que las alegres cabras, que los irresponsables matarifes llevaron al matadero y también la yesca que ardió en el confuso altar de la misa negra de la falsa política. España, que es un país de hombres bravitos, siempre fue manipulada por los cabestros que desprecian la ley natural, la ley de Dios, rinden culto al derecho procesal y se saben de memoria la letra pequeña del reglamento, que es la llave de todas las trampas y de las falacias todas: la baraja de mansos gobierna al toro de lidia y a nadie extraña que esto sea así, de esta extraña manera.Yo nací en mayo de 1916, días antes de la batalla de Jutlandia, allí perdieron la guerra europea los alemanes, por casa ruedan todavía las seis tazas de café de porcelana de la China que Lord Beatty, quien había de mandar la división de cruceros de la Grand Fleet, le regaló a mi madre por su boda; Pepe Ortega vino al mundo seis meses después, al tiempo de morir Francisco José I, emperador de Austria y rey de Hungría, de suicidarse Jack London y de que al poeta Verhaeren lo atropellara el tren, aquel noviembre fue muy pródigo en muertes notorias. El año en que nacimos Pepe Ortega y yo, empezó a publicar su padre El espectador y se estrenaron las piezas teatrales La ciudad alegre y confiada, de Benavente, y La señorita de Trévelez, de Arniches, la verdad es que ese topónimo no es esdrújulo, lleva el acento en la segunda sílaba, Trevélez, pero esto la gente no suele saberlo y Arniches tampoco lo sabía; en esa fecha se publicaron también Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, El fuego, de Barbusse, y La introducción al psicoanálisis, de Freud.

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Pepe Ortega hizo la guerra de artillero de segunda, como yo durante una temporada, y por eso le puedo llamar mi conmilitón, hermosa palabra que no se acostumbra a usar demasiado, el personal ignora hasta lo que significa. A Pepe Ortega lo conozco desde hace más de medio siglo, casi sesenta años, él me publicó la primera edición del Viaje a la Alcarria en Revista de Occidente, la misma editorial que me rechazó el Pascual Duarte, fueron otras tres más, antes de que él la gobernara. Años más tarde, Pepe Ortega y yo metimos algunos cuartos en EL PAÍS; cuando no había demasiadas esperanzas de que llegara a ser realidad algún día, yo dije en una junta de accionistas que todo, menos cejar en nuestro empeño y vender las máquinas, y que lo prudente era resistir incluso dando el capital por perdido; después me hice a un lado para dejar paso a los conversos, que son los que siempre acaban llevándose el gato al agua. Pepe Ortega y yo fuimos senadores de designación real en las Constituyentes; con otros once formamos la Agrupación Independiente y después la fundación del mismo nombre, las dos las presidió Justino Azcárate. Ya se nos murieron tres, Justino, Víctor de la Serna y Carlos Ollero, y los que quedamos vemos con cierta alarma que los fondos y los buenos propósitos de su correcto destino se pueden acabar yendo al garete; se conoce que no sabemos redondear la faena.

Hoy, día de san Leandro de 1996, Pepe Ortega Spottorno, mi amigo paralelo, ¡qué más quisiera yo!, cumple ochenta años, cosa que le puede pasar a cualquiera, aunque no siempre: su padre se murió a los setenta y dos, dejando un vacío que aún no hemos acertado a llenar; lo que ya no es tan frecuente es cumplir sus muchos años con la mantenida dignidad con que Pepe lo ha hecho, con su clara intención y su fecunda y aleccionadora conducta. La cosecha de las sabidurías de los años pasa a ser de todos a los pocos trancos del fiero galope de la historia, eso que nos atenaza y también nos da alas para volar, pero las edades de los hombres -y por mi boca habla ahora Juan Huarte de San Juan- no en todos tiene la misma cuenta y razón.

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