"Hemos pasado mucho miedo y hemos visto muchos muertos"
Unas niñas hutus vagan sin comida durante 15 días por el este de Zaire
Jamás olvidarán. Las retinas de los ruandeses que han sobrevivido al genocidio o huido al exilio están saturadas de dolor. Como los ojos de Nyirakaranea, Uwimanimpane y Ntirenganya, que tienen grabado a fuego el sabor del miedo. Bajo los aguaceros del monzón, sin casi nada de comer, entre disparos, cadáveres y moribundos, tres huérfanas ruandesas de 15, 12 y 11 años han vagado solas por los bosques y las selvas del este de Zaire, inhóspita tierra volcánica. "Cuando seamos mayores queremos cultivar la tierra para poder comer", repiten con sus voces frágiles ahora que están a salvo en Ruanda. Ha sido una interminable pesadilla de 15 días tras el ataque contra el campamento de refugiados de Kibumba, que puso en fuga a los 200.000 refugiados hutus como ellas que allí se hacinaban desde hacía más de dos años.Encogidas, con sus vestidos mugrientos y sus zapatitos destrozados, Uwimanimpane y Ntirengánya escuchan a su madre adoptiva de esta huida que se prolongó durante 15 días y 15 noches de retortijones de hambre, frío en las largas noches de la estación de lluvias y terror vivo ante los milicianos y su guerra, las voces en la oscuridad, los aullidos de las alimañas o los muertos en el camino. Nyirakaranena estruja entre los dedos una bolsa de plástico que no es mas que un amasijo. A veces se derrumba y rompe a llorar. Es un llanto mudo, que vierte escondido, con la cara en el hueco del hombro y el brazo. Un enfermero le acaricia la espalda con ternura y le pregunta si está cansada, si quiere seguir hablando. Ella asiente.
"Hace dos semanas que estamos caminando", traduce Valens Ndayidenga, un ruandés de 26 años de la organización internacional FHI (Alimentos para los Necesitados), que se ha hecho cargo de las tres niñas en el campo de tránsito de Nkamira. "Hemos estado solas todo el tiempo", relata Nyirakaranena, con su cuerpo de 15 años, flaco y quebradizo, muy poco desarrollado para su edad.
"Comíamos raíces, lo que encontrábamos y lo que nos daba la gente", campesinos zaireños con los que se cruzaban, precisa Valens, que dice que ahora harán todo lo posible para encontrar a los familiares de las dos hermanas, Nyirakaranena y Uwimanimpane, que "salieron de Ruanda en el verano de 1994 sin el padre, muerto de una enfermedad, perdieron a su madre en aquella fuga masiva y vivieron en el campo de Kibumba con sus tíos".
De Ntirenganya, vecina en el campo de refugiados, apenas saben que tiene 11 años y parece la más traumatizada de las tres. Apenas acierta a musitar unas palabras. Tiene los dos ojos abiertos, pero sólo uno le sirve para tantear el mundo exterior con miedo. La pupila izquierda es un eczema azulado y sin vida, que parece a punto de estallar y le deforma la expresión de todo el rostro.
Las tres niñas llegaron a la frontera entre Zaire y Ruanda, no lejos de la ciudad de Gisenyi, el jueves. Un soldado ruandés recogió a las pequeñas y las trasladó a un centro de acogida de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). En el campamento de Nkaraira, a 30 kilómetros de la frontera ruandesa de Gisenyi, después de días de recorrer decenas de kilómetros y de pasar noches y noches al raso, sin más cobertor que el alto cielo centroafricano, las tres niñas acaban de recibir mantas y algunos enseres de cocina. Nyirakaranena no puede contener las lágrimas al recordar. "Es la mayor y por tanto la más consciente", comenta Valens. "Ha tenido que hacer de madre de las otras dos y de sí misma. Les hemos hecho un reconocimiento médico y aparentemente están bien, salvo el ojo de Ntirenganya, pero no sabemos lo que se han visto obligadas a ver y a sufrir y de qué manera ha quedado afectada su cabeza".
Nyirakaranena, que cursaba cuarto curso antes de la guerra y el genocidio de 1994 que desfondó Ruanda y la llenó de sangre, vivía en la comuna de Karago, dentro de la región de Gisenyi. "Hemos pasado mucho miedo, porque oímos muchos disparos y hemos visto muchos muertos, por enfermedades y por la guerra". Sentadas en el suelo, a cubierto, lejos de la noche oscura y de los peligros que acechan en la intemperie, Nyirakaranena, Uwinianimpane y Ntirenganya han dejado de huir. La mayor, Nyirakaranena dice que ahora le gustaría "trabajar la tierra para poder comer y vestirse". Las otras dos, como un eco de hambre y el miedo padecido, sólo aciertan a repetir los mismo: "Cultivar la tierra para poder comer". Tres niñas campesinas. Tres rostros que poner al millón de refugiados hutus que vagan a la desesperada por el interior de Zaire y que, según las Naciones Unidas, "hace días que han empezado a morir".
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