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Mis compatriotas

Antonio Muñoz Molina

El Congreso de los Diputados aprobó el año pasado que los supervivientes de las Brigadas Internacionales pudieran tener la nacionalidad española, pero ahora, cuando algunos de aquellos legendarios ancianos han venido a Madrid, el presidente del Congreso de los Diputados no tiene tiempo para recibirlos, ni tampoco el presidente del Gobierno, hombre agobiado de tareas, ni por supuesto el Rey, cuyo incesante ejercicio de responsabilidades históricas no le deja ni unos minutos para estrechar la mano de algunos de aquellos viejos que vinieron a defender aquí una cosa tan antigua y remota como las libertades civiles agredidas por la máquina militar del fascismo. Gente ocupada. Nadie tiene el tiempo suficiente como ara permitirse el lujo de perderlo con octogenarios, que suelen ser personas premiosas de movimiento y de palabra, adictas a devanar recuerdos de cosas olvidadas que no los importan más que a ellos y que desaparecerán del todo cuando ellos mueran..A diferencia del presidente del Congreso, del presidente del Gobierno y del Rey de España, los brigadistas debieron de andar muy sobrados de tiempo hace 60 años, pues viajaron a un país que no conocían dispuestos a perder no sólo su juventud, silo también, si era preciso, la vida, las vidas generosas que tantos de ellos dejaron en el largo noviembre de Madrid y en los paisajes ingratos de una guerra poco a poco perdida; perdida, en gran parte, por que los dirigentes de las democracias europeas, como nuestras autoridades actuales, no tenían tiempo para perderlo haciendo caso a las reivindicaciones legítimas de un Estado democrático asaltado por la sublevación de una parte de su Ejército con la bendición de la Iglesia católica y el apoyo incondicional de dos regímenes totalitarios e internacionalmente delictivos, la Italia fascista y la Alemania de Hitler.

Los ministros de Exteriores y los diplomáticos de la República peregrinaban por las capitales europeas y por los pasillos de la Sociedad de Naciones y nadie tenía tiempo de escucharlos. No pedían ningún favor: tan sólo que se le reconociera a la España leal el derecho a defenderse militarmente de una agresión militar, a que no se le ataran las manos a un Gobierno legítimo mientras que sus agresores, gozaban de impunidad absoluta. Pero los gobernantes europeos, sobre todo franceses y británicos, también eran gente muy ocupada. El destino de la democracia española les importaba aproximadamente lo mismo que les importa, 60 años después, el lejano apocalipsis del Zaire.

No hay tiempo para nada, sobre todo para lo que está lejos. El presidente del Congreso y el del Gobierno tendrán que asistir a alguna boda o que chalanear con algún dirigente nacionalista la entrega de unos cuantos miles de millones. que jamás sacian el perpetuo agravio, el metódico chantajismo de estas. víctimas profesionales de la opresión española. El Rey estará ocupado participando en algún campeonato de vela o de esquí. Los brigadistas son como esos abuelos- que llegan a visitar a la familia después de una ausencia larguísima y descubren que no son del todo bienvenidos, que incomodan un poco, que los nietos no saben quiénes son y nadie en la casa tiene tiempo ni paciencia para atenderlos ni para apreciar siquiera- la emoción que a ellos les despierta el regreso.

Al final de Campo abierto, el segundo volumen de 'El laberinto mágico', Max Aub cuenta, en una página que no es posible leer, sin una íntima conmoción de melancolía y gratitud, la aparición, en noviembre de 1936, en la carretera de Valencia, de los primeros camiones en que viajan, hacia el Madrid asediado los voluntarios internacionales: "De pronto, el automóvil se detiene: llega una enorme fila de camiones. En ellos, apretujados, hombres y hombres uniformados. Las caras brillantes al último sol de la tarde, cantando. ¿En qué idioma cantan? No, son españoles. ¡No son españoles! ¿De dónde vienen?"

La misma pregunta deben de hacerse ahora con fastidio algunas autoridades españolas. ¿De dónde vienen esos 350 viejos que hablan español con un acento que es más extranjero todavía porque fue aprendido hace 60 años y se obstinan en visitar escenarios de batallas y en recordar, con la precisión enfadosa de los octogenarios, fechas, nombres y canciones que sólo ellos conservan, y que en pocos años, según vayan muriendo, se habrán borrado por completo? Ahora que nadie quiere ser español, a estos hombres los emociona que les entreguen pasaportes españoles. Ahora que un país entero parece resuelto a desbaratarse en la demencia de los balcanismos comarcales, ellos recuerdan que hubo un tiempo en que no existían fronteras para quienes amaban la libertad, de modo que la mejor manera de defender los intereses de un trabajador inglés o canadiense o cubano era batirse por la democracia española.

Yo me acuerdo estos días de alguien a quien sí habría alegrado la llegada de los brigadistas. Hará un año, por ahora, escribí un artículo sobre ellos, y sobre la nacionalidad del infortunio que ha agrupado durante siglos a los judíos y herejes y a los desterrados de la intolerancia española, y recibí poco después una carta de un hombre eminente a quien yo no conocía, pero que me invitaba con generosidad y afecto a encontrarnos alguna vez para hablar de esas cosas, de los brigadistas internacionales y de los sefardíes, de los infortunios españoles de la libertad. Era Francisco Tomás y Valiente, y la cita nunca tuvo lugar. Un pistolero etarra lo mató poco después de un tiro en la cara. Hay ciudadanos, dirigentes políticos, sacerdotes, incluso bondadosos obispos, dispuestos a acoger en su patriotismo tribal a ese verdugo impune. Ya da algo de asco tanto orgullo cerril de ser de donde se es, tanta obsesión racista por la genealogía y el origen. Mi compatriota ahora es Francisco Tomás y Valiente, a quien nunca llegué a conocer. El y los 350 es pañoles voluntarios a los que ninguna alta autoridad de su nuevo país tienen tiempo de recibir estos días.

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