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Tiempos de Baroja

Antonio Muñoz Molina

Poco a poco vuelve a llegar el tiempo de Pío Baroja. Así le llegan o le vuelven a uno sus libros comprados muchas veces, bárojianamente en libreríasde lance, buscados por la Cuesta de Moyano o en los cajones de novelas baratas de la feria otoñal del paseo de Recoletos, con la misma paciencia y curiosidad con que buscaba él libros y estampas en los tenderetes de los muelles del Sena. A mí me gusta ir de vez en cuando a mi librería de siempre y aprovisionarme de algunos volúmenes de la edición de Caro Raggio, pero me gusta más el azar de la búsqueda y el hallazgo entre los libros usados, y cada vez que encuentro un tomo azul de Austral me lo llevo a casa guardado en un bolsillo como un valioso y modesto trofeo barojiano y comprendo que yo mismo, en mi trashumancia de buscar, en mi caviloso paseo solitario con el libro recién adquirido estoy practicando un barojismo involuntario, recibiendo o reviviendo un influjo que no es exactamente el de la lectura pero que también pertenece a ella.Cuado no los leemos, los escritores que más nos gustan también nos influyen, tal vez más hondamente: no en la manera de escribir, sino en la de mirar, en nuestra actitud en el mundo. Para un aficionado a la música, la actitud de Thelonious Monk delante del piano, o el modo extraño en que sostenía Lester Young el saxo cuando tocaba sentado, o ese gesto con que un cantaor flamenco se mueve en la silla como queriendo levantarse de élla o resistiéndose a ser arrancado por el vendaval invisible de lo que está cantando importan y significan tanto como la maestría del instrumento y de la voz que forman parte de ella. Así también se puede recibir la influencia de Pío Baroja no cuando se escribe, sino cuando se permanece en un ocio gandul de lecturas y paseos, o cuando se apartan los ojos de la pantalla del ordenador y se ve en el balcón una mañana indecisa de finales de octubre que tal vez tenga una luz parecida a la de una última mañana que vieron sus ojos.

Hace 40 años justos, los mismos que yo tengo, murió Pío Baroja en un otoño remoto de grisuras franquistas. Resultan tentadoras las simetrías y las coincidencias de los aniversarios. Baroja es uno de los grandes nombres de la cultura en español, pero yo me temo que el cuadragésimo aniversario de su muerte va a ser bastante menos celebrado que el de la llegada de la televisión a España: casi en los mismos días en que se extingue una memoria en la que estaba guardado el testimonio de la vida española y europea del tránsito al siglo XX, desde el desastre de Cuba y las pesadeces retóricas del novecientos hasta los cataclismos trágicos de la guerra española y de la II Guerra Mundial, aparece la invernción suprema de una edad nueva, la máquina incesante de la presencia y el olvido, la difusora y trituradora universal de todas las palabras, de todas las cara y paisajes, de todos los hechos, la enciclopedia instantánea en la que todas las cosas surgen y se borran, a la misma velocidad, dejando, si acaso, una escoria de aturdida indiferencia. Es muy común afirmar que la era de la televisión ha sucedido a la era del libro. Si eso fuera cierto, la simultaneidad del entierro de Pío Baroja y del comienzo paleolítico de las emisiones en blanco y negro designaría las fechas exactas del cambio de los tiempos, con la misma claridad simbólica con que la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 señala el principio del fin del añtiguo régimen. Pero la telévisión cada diá está más conmemorativa y má antigua, más burda, más plagiaria de lo peor de sí misma, y a los libros de Baroja les ocurre justo lo contrario, que ganan en modernidad y juventud cada año que pasa. A la televisión le han bastado 40 años de vida para hundirse en la más sórdida decrepitud. Ve uno imágénes del año pasado, de la semana pasada, y ya son de un anacronismo lamentable. A Baroja sus 40 años de muerte le rejuvenecen tanto como a Valle-Inclán los 60 de la suya, y Scott Fitzgerald, que acaba de cumplir en este 1996, es más audaz y futurista en la velocidad narrativa de El Gran Gatsby que un vídeo musical de la MTV.

"EI porvenir de usted es el areoplano", cuanta Baroja que le dijo una vez el caricaturista Bagaria. "Tendrá usted que andar por el aire preguntándose para bajar a tierra: ¿dónde habrá un sitio por ahí del que yo no haya hablado mal?" Cada día es más moderna, y más necesaria, la acidez de Baroja, su irrelevancia intelectual, su recelo haciá la tontería aceptada y las mayúsculas obligatorias. También se va notando que hay un regreso a Baroja después de la fatiga, en la prosa española, de tantos años de estilismo a toda costa, de mandarinismo exacerbado por miedo a ser acusados de costumrismo, los escritores han huido de la aproximación a lo real, y en el camino han ido perdiendo destreza en la mirada y agudeza en el oído. Pero no me es lícito hablar en tercera persona: nos hace falta leer a Baroja porque apenas sabemos contar la cotidianidad de las vidas normales y porque parece que en la prosa narrativa española los personajes sólo pueden ser intelectuales neurológicos o caricaturas extremas de marginalidad.

Quienes lo desprecian sin haberlo leído (en España, la afición a despreciar es casi tan intensa como la afición a no leer) lo presentan como a una especie de paleto autárquico con boina. Pero en muy pocos escritores españoles se encuentran tan presentes las ciudades y los paisajes de Europa o es tan acusada la vocación de comprender y descubrir lo lejano. lo ajeno a la literatura: la ciencia, la filosofía, la música. En un país de literatos con las orejas de madera, el oído eé Baroja es tan certero para la música como para el habla. Le gustaban las canciones populares y las zarxuelas de Chueca y amaba a Mozart tan de corazón como detestaba las tempestuosidades de Wagner. Leyéndolo, yo tengo a veces la misma sensación de divagadora y pudorosa poesía que cuando escucho el piano de Satie o de Thelonius Monk. En l9l7, escribió: "Yo supongo que se puede ser sencillo y sincero, sin afectación y sin chabacanería, un poco gris, para que se destaquen los matices tenues; que se puede emplear un ritmo que vaya en consonancia con la vida actual, ligera y varia, y sin aspiración de solemnidad". Cuarenta años después de su muerte, día por día, en esas palabras encuentro el resumen de la literatura que me gustaría aprender a escribir.

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