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Tribuna
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Escritor y profeta

Ángel S. Harguindey

Siempre es un placer escribir sobre un amigo y hacerlo en vida. En vida de los dos, del que escribe y del amigo. Y éste es el caso: Fernando Schwartz y el exégeta han compartido durante años un estupendo despacho, y lo han hecho de forma civilizada, fraternal e, incluso, gozosamente, pese a que con frecuencia su cometido era el de analizar los disparates políticos internacionales y sus secuelas de barbarie y crueldad, y el del que suscribe, conseguir que lo hiciera en el tiempo oportuno y en el espacio previsto.Compartir obligaciones, disparates y risas permitía, también, compartir confidencias, proyectos y frustraciones. Dicho de otra manera más descarnada: de Fernando Schwartz tengo la información suficiente para que en menos de 24 horas caigan sobre él todo tipo de maldiciones y condenas, desde las bíblicas hasta las de Naciones Unidas. De igual modo podría coadyuvar a su beatificación. Bastaría con enumerar dos o tres detalles de su infinita paciencia y educación que rozan lo sobrenatural.

En todo caso es de justicia destacar su enorme vocación literaria. Dejó Embajada de lujo (Holanda) por pergeñar líneas editoriales anónimas y dedicó buena parte de su tiempo libre a recrear situaciones, intrigas y tramas novelescas con una constancia que ahora se ve recompensada con el premio de mayor difusión popular en lengua castellana. También escribió varios libros de viajes y alguno de carácter histórico-divulgativo. De alguno de sus libros viajeros, y sobre todo de algunos de sus artículos en EL PAÍS sobre países que no vamos a divulgar para evitar otra enloquecida fatwa, sabemos, por ejemplo, que tiene serias dificultades para visitarlos de nuevo por ese afán, tan propio de los bien nacidos, de escribir lo que creen es justo y verdadero -aun aceptando la posibilidad del error- en lugar de lo que resulta cómodo leer. De las consecuencias de sus libros de divulgación histórica no se tienen noticias inquietantes, al menos de momento.

Pese a su producción literaria, sus miles de artículos y su afortunado salto laboral al ámbito audiovisual, Fernando Schwartz debe, por lo menos, un libro a sus amigos y lectores. Ese homenaje a Evelyn Waugh o Tom Sharpe del que tantas veces habló y en el que incluirla una selección de las anécdotas y situaciones que vivió en su larga carrera diplomática: reuniones de alto nivel en las que el objetivo prioritario era un oso panda para hacer más dichosa la estancia de Chu-Lin en Madrid, partidas de póquer en capitales de países de los que nadie había oído hablar (salvo Rafael Sánchez Ferlosio, que se sabía su historia y política de regadíos con impecable rigor), perfiles de mayordomos de embajadas cuyo talante, currículum y concepto del mundo eran en sí mismos un filón inagotable, compañeros de carrera dispuestos a defender su despacho de las órdenes superiores de desalojo con la misma convicción con la que Fidel Castro plantea desde hace décadas el imposible dilema: Patria o Muerte, y un excéntrico etcétera.

Pues bien, además de todo lo expuesto, no puedo dejar de citar un ejemplo de sus preclaras dotes adivinatorias: en 1982 quedó finalista de este mismo premio con una novela que se anticipó en más de diez años a la situación políti-

co-jurídico-financiera que hoy padecemos en España. ¿Su título?: La conspiración del Golfo. ¿Se puede pedir más?

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