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El estallido del color

Desde la abrupta luz turbia de sus comienzos expresionistas hasta la homogénea y esmerilada de las tulipas, como congelada en una pantalla de vidrio, las luces y los contraluces han desempeñado siempre un papel muy relevante en la pintura de José María Sicilia (Madrid, 1954), uno de los artistas españoles más internacionales de las últimas generaciones. Siguiendo con su argumento luminoso, hace una media docena de años se puso a trabajar con la cera, cuya transparencia gelatinosa no sólo transforma la luz en algo denso y de sorda reverberación, sino que permite recuperar la dimensión táctil, sustanciosa, comestible de la materia, algo que excita siempre, y de la forma más primitiva, al pintor. Había algo, no obstante, de ambivalente en este propósito, que embalsamaba la luz y que desvelaba un apetito cuya manipulación era forzosamente mental.Pero ¿qué ocurre cuando la luz agoniza? La actual muestra está presentada con el título de La luz que se apaga, al que le concedo toda fuerza intencional. La luz que se apaga, por de pronto, reintroduce el dramatismo y necesariamente aviva el color. En el caso de Sicilia ha sido una explosión, un estallido, que sientes, de entrada, como una bofetada imprevista. Esta luz que se apaga te deja, en principio, paradójicamente deslumbrado, cegado, en un estado de turbación defensiva,: repercutiendo en el cristalino las manchas cromáticas que no desaparecen con facilidad.

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La luz protagoniza la exposición que José María Sicilia presenta hoy en Madrid

Segunda mirada

En la segunda. mirada, no obstante, aciertas a vislumbrar la compleja urdimbre de este estallido cromático inducido por una implosión luminosa. Hay, por una parte, unos monumentales polípticos dorados, donde se anula toda la transparencia, aunque no toda sustancia, ya que el oro es opaco y refulge, pero, como cuerpo incandescente, conserva huellas de oleoginosidad en su superficie fraguada; están, por otra, esa violenta irrupción floral, esos deslumbrantes estallidos cromáticos, de amarillos limón y de púrpuras, como una costra que se adueña de la superficie esponjosa del lecho de cera transparente, cual manchas solares.

Y allí, donde aún restan, en los bordes, algo de esa luz libada, incrusta Sicilia formas que evocan pequeños panales o manuscritos jeroglíficos, escrituras enterradas de la naturaleza.

De todas formas, a quien penetre en la galería y se sienta deslumbrado por el golpe de esta luz que se apaga, le recomiendo empezar por la sala de abajo, donde, a través de unos bellos dibujos, se aprecia esa coagulación carmesí sobre el cristal, que anuncia y prepara las ulteriores explosiones cromáticas, la corrosión luminosa.

Hay, asimismo, en fin, unas terracotas policromadas, como un poblado de colmenas áureas, que, no obstante, quizá a causa del montaje, se pierden entre estos estallidos de colores y flases de luz. Pues ¿quién podría aguantar sin disolverse ante el último resplandor de la luz que se apaga?

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