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Septiembre escolar

Antonio Muñoz Molina

Llegan los días nublados y lluviosos de septiembre al mismo tiempo que yo leo las páginas que dedica Pío Baroja a la llegada del otoño en su casa de Itzea, en su retiro de lecturas y trabajos de huerta en Vera del Bidasoa, y entre sus palabras pudorosas e inusualmente conmovidas y las sensaciones que yo percibo al salir a la calle o al mirar por la ventana cuando aparto los ojos del libro hay una concordancia que ilumina al mismo tiempo la literatura y el mundo real, la página escrita y los tejados, los árboles y el cielo gris que nos convierte a todos los ciudadanos del norte, que nos incita a retiramos a una insularidad como la de don Pío."Otoño es el olor del heno", escribe Baroja, "la sazón de los prados". El otoño, este otoño adelantado al comienzo de septiembre, es el olor de los campos secos recién mojados por la lluvia, un olor antiguo y rural que de pronto lo sorprende a uno en medio de un atasco en Madrid, pero es también el olor escolar del principio de curso y el trajín de los niños en las papelerías, a la salida de las escuelas, la promesa inconsciente y nunca del todo cumplida del comienzo de algo, de la llegada a otros espacios más anchurosos de la vida, a otras aulas, a patios más grandes, a libros todavía no ajados por el uso y el tedio, todavía con las páginas lisas, oliendo a tinta y a papel.

Está visto que no hay remedio. Es uno un sentimental de la instrucción pública y del tránsito de las estaciones. En el pleno verano, como en el corazón del invierno, parece que la vida se detiene, que el tiempo queda suspendido en la somnolencia del calor o en la inmovilidad del frío. Gustan más estas semanas deliciosas de tránsito, de cambios en la luz, en los colores y en los frutos, de promesa de comienzo y anticipación de final. Septiembre es una travesía del azul al gris, del verde al pardo, del agobio a la tibieza, y como el alma se nos forma o se nos deforma en nuestros años escolares, septiembre sigue teniendo para todos nosotros una incitación de principio de curso, de cuando el tiempo de un verano infantil duraba como lentos años enteros y el regreso a la escuela era la vuelta a un país que por culpa de la distancia excesiva tardábamos mucho en reconocer.

Dice Baroja que el otoño es caminar haciendo crujir bajo los pies las hojas amarillas, y al leer eso yo dejo de imaginármelo en su casa de Itzea y me acuerdo de esa foto de principios de los años cincuenta en la que se le ve caminando por el Retiro, con la barba blanca, con abrigo y sombrero, en el pinar que hay junto a las verjas del Observatorio. El otoño es también leer a Baroja en esos volúmenes tan gratos de la editorial Caro Raggio, que conservan la austera claridad tipográfica de las ediciones de los años veinte y treinta, e imitar en lo posible su manera afectuosa y huraña, furtiva y atenta, de ir por las calles de la ciudad y los caminos del campo para no perderse ni uno solo de los recuerdos o de los presentimientos de septiembre. Habría que ser capaz luego de contarlo todo sin vaguedad ni grandilocuencia, como lo cuenta él en sus libros mejores, en Juventud, eguiatría o en Las horas solitarias, que no son novelas ni libros de memorias, sino algo más sutil, como breviarios o libros de horas en los que el fluir de la conciencia se convierte en palabras escritas sin la menor traza de artificio ni esfuerzo.

En el cambio de estación se superponen con facilidad las direcciones del tiempo. De igual modo que, según el verso de Eliot, el porvenir está contenido en el pasado, el presente es a la vez novedad y rememoración. Yo veo los filos amarillentos que empiezan a dar a las hojas de los castaños como un matiz de óxido y me acuerdo de cosas que no he visto de cerca casi desde la adolescencia, las uvas volviéndose rubias y maduras en las cepas y las granadas haciendo inclinarse bajo su peso las ramas del granado, adquiriendo en estos días, entre el verde fuerte de las hojas, un tacto y un color de madera bruñida, de cofre de un tesoro hermético de pedrería vegetal: los granos rojos velados por la membrana translúcida, y luego su sabor tan jugoso como el de las uvas cortadas y lavadas, aunque menos dulce, con puntos sutiles de acidez.

Septiembre es el olor del campo y el del aula que ha estado vacía durante tres meses, el tiempo de la escuela y de la vendimia, de las ilusiones igualmente anacrónicas de la agricultura y de la educación. En el pasado yo veía subir por los caminos reatas de mulos cargados de cestas rebosantes de uvas, y a una hora ya casi oscurecida de la tarde iba a la papelería a comprar cuadernos, lápices, gomas, carpetas, bolígrafos, como un explorador que adquiere ordenadamente sus pertrechos en vísperas de un viaje muy largo. Ahora, hacia las cinco de la tarde, a la salida de las escuelas, veo a los niños yendo a comprar con la misma avidez que yo casi las mismas cosas que a mí me gustaban y me dan ganas de entrar yo también en la papelería y proveerme de todo, guiándome no por el cálculo razonable de lo que necesito, sino por el simple deleite del olor de las gomas y de la tinta de los rotuladores, de la madera de los lápices, por la tonalidad azul en la cuadrícula o en los rayados de un cuaderno y el aroma de casa nueva y habitable de los libros.

Ahora es el tiempo de emprender novelas y viajes, de empezar un cuaderno con todas las hojas gozosamente en blanco, voluminoso y vacío, como si de antemano contuviera la densidad de todas las palabras y los días que guardaremos en él. Al revivimos la escuela septiembre nos hace darnos cuenta de que si queda algo valioso en nosotros es la disposición de expectativa, el instinto infantil de aprender, tan poderoso que ni siquiera la televisión ni las leyes educativas pueden aniquilarlo del todo. "Aún aprendo", dice el viejo decrépito en la estampa de Goya. Tal vez la mejor recompensa del oficio adulto de escribir sea que nos sirve de pretexto para seguir viviendo en el reino apacible de la papelería y la tipografía, para imaginar una novela futura con la misma mezcla de incertidumbre y entusiasmo, de adivinación y recuerdo, con que se respira el aire de septiembre y se roza y se huele un cuaderno recién adquirido.

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