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Tribuna
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1996

Antonio Muñoz Molina

Algunas veces al mirar la cifra del año en que vivo me acuerdo de las novelas rancias, de ciencia-ficción a las que me aficioné de adolescente: eran antologías antiguas de Bruguera, sobre todo, de aquella colección valiosa y olvidada que se llamaba Libro Amigo. Como la mayor parte de los relatos habían sido escritos en plena guerra fría casi todos tenían un aire de pesadumbre apocalíptica, y se desarrollaban en un futuro que a sus autores les parecería lejanísimo, pero que y a es nuestro presente, o ha sido nuestro pasado, igual que el 1984 de George Orwell. Leo la fecha en el periódico, septiembre, 1996, y me acuerdo de los futuros que imaginaba hacia 1970, a medias entre la tecnología y las pesadillas, entre la robotización de las multitudes y los desiertos radiactivos de una posguerra definitiva.En el catálogo de futuros que nos suministraban las novelas y las películas, uno de los más siniestros era el de La naranja mecánica. Anthony Burguess había publicado la novela a principios de los años sesenta. Cuando vio la película que hizo Stanley Kubrick sobre ella, Burguess se indigno, pues consideraba que lo que hacía la película era glorificar con' todos los lujos visuales del cine justo aquello que él mismo había vaticinado con repugnancia y espanto en su libro: la fuerza bruta de los pandilleros juveniles, la ebriedad de violencia impune que se ceba, con la misma saña en una mujer acosada y violada que en un mendigo viejo. En La naranja mecánica, durante las violaciones y los apaleamientos, suenan las oberturas joviales de Rossini. Uno veía la película y ese futuro de periferias devastadas, y hordas de adolescentes agresivos y borrachos se le antojaba al mismo tiempo imposible y amenazador.

A uno le habían acostumbradó a pensar que la violencia era una respuesta a la injusticia social, y que en todo criminal había un enfermo que podía ser curado o una víctima a la que no era. preciso castigar, sino redimír. Pero en aquella película, Alex y sus amigos no padecían ninguna escasez, vivían con sus padres en casas confortables y cuando terminaban sus hazañas podían tranquilamente regresar a un cuarto con calefacción y escuchar su música preferida en un equipo estereofónico. Ni siquiera se podía decir que ejerciesen la violencia de los débiles hacia los poderosos: ellos eran jóvenes saludables y de clase media que mataban a palos a un mendigo viejo y enfermo, sin el menor peligro, con la más perfecta impunidad, como apaleaban y mataban a patadas los camisas pardas en las calles de Berlín a principios de los años treinta sin que la policía interviniera.

Ahora me doy cuenta de que lo que más miedo daba de aquel futuro inventado en los años sesenta era la transgresión de una norma moral que se nos había inculcado durante tantas generaciones que ya casi pertenecía a nuestro código genético: los jóvenes no alzan su mano contra los viejos; contra los mayores es natural que uno se rebele, pero tan natural y tan legitimo como la rebeldía es el respeto a la edád. Amenazar y golpear a los viejos, como hacer daño a los niños, son actosque sitúan automáticamente a quien los comete fuera de la sociedad humana. Uno se hacía adulto en una contienda difícil de gratitudes y ajustes de cuentas con sus mayores, pero no alzaba la mano contra ellos.Clima de complicidad

De pronto 1996 se parece al futuro que hace 30 años prometía el cabalismo de los números. En un pueblo pequeño del País,Vasco, cuadrillas de adolescentes tan exentos de humanidad y borrachos de violencia como los colegas de Alex deciden celebrar las fiestas quemando coches, destrozando cabinas de teléfonos, incendiando autobuses urbanos y contenedores de basura, lanzando cohetes que terminan en una punta de acero, con lo cual unen la fiesta lúdica, y la lucha en un mismo acto. No viven en un país subdesarrollado; tienen derecho a la plena escolaridad, a la sanidad gratuita y a la asistencia jurídica en caso de que les ocurra algún percance. Los sociólogos que tanto los estudian atribuyen en gran parte la causa de su violencia a la situación de paro en que viven: mucho más paro, . y más pobreza y menos expectativas de porvenir hay en cualquier pueblo andaluz, y nadie anda por ello los fines de semana provocando incendios, arrasando las calles, inoculando un clima. de complicidad. silenciosa y abyección moral que es todavía más siniestro que el miedo.

A Alex y a sus amigos les pareció divertido matar a aquel viejo que dormía la borrachera en uno de esos túneles de cemento de las periferias urbanas: en el 1996 de la realidad y los periódicos, no de la ciencia-ficción, unos jóvenes héroes proceden tranquilamente a quemar unos contenedores, y un hombre de cincuenta y tantos años, un hombre apacible y mayor que daba una vuelta con los suyos en la noche de verano, tiene la dignidad o la imprudencia de increparlos. Los jóvenes, supongo que para defenderse, le arrojan un cóctel mólotov, y esa acción, en vez de convertirlos en verdugos, hace de ellos víctimas, mártires de la causa.

. En cualquier lugar, las noches de los fines de semana, hay vándalos borrachos que incendian o derraman los cubos de basura y rompen las cabinas de teléfonos los cristales en las marquesinas de los autobuses. Casi ninguno de nosotros tiene el valor de decir nada: procuramos apartar los ojos, nos guardamos la indignación, incluso la escondemos, porque nadie quiere ser acusado de la menor antipatía hacia ningún rasgo que pueda ser considerado juvenil.

Mil novecientos noventa y seis ha resultado ser de verdad el futuro: Alex y sus amigos circulan por la noche de cualquier ciudad con sus sombreros hongo, sus botas militares, sus bastones y sus uniformes blancos. En la Alemania convulsa de 1931 llevaban camisas pardas y esvásticas. En el País Vasco de 1996 llevan pasamontañas, zapatillas de deporte y banderas. Cuando concluyen su tarea regresan extenuados y satisfechos al cobijo de casa, al calor de los suyos.

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