El triunfo de Césaire
Tres grandes tragedias en el in aviñonés: Eduardo II, de Marlowe, montaje de Francon (Cour d'Honneur); Las danaides, de Esquilo, montaje de Purcarete (Cantare Boulbon), y La tragedia del rey Christophe, de Aimé Césaire, montaje de Jacques Nichet (Cour d'Honneur). Si Eduardo II no convenció y el Esquilo (o lo que fuese) más bien indignó, la tragedia de Césaire, puesta en pie por Nichet e interpretada por una compañía de actores negros (19 actores negros y 2 blancos), ha cosechado un notable y merecido éxito.
El 9 de febrero de 1993,Aimé Césaire, diputado del Partido Progresista Martiniqués (PPM), anunciaba en Port-de-France su intención de no presentarse a la reelección. La desaparición de Césaire de la política suponía el final de más de medio siglo de lucha anticolonialista, pero anunciaba también el silencio del gran poeta de la negritud, de una de las voces más originales de la poesía francesa de este siglo, del autor de Cahier d'un retour au pays natal (1939), del poeta, "le gran poéte noir", como decía Breton, amigo de Sartre y de Picasso.
Tragedia
En La Tragédie du roi Christophe, escrita entre 1959 y 1961, publicada en 1963 y estrenada al año siguiente, en el Festival de Salzburgo, Césaire lleva a la escena la figura histórica de Henri Christophe, un esclavo nacido a finales del siglo XVIII en la colonia francesa de Saint-Domingue (Haití), un esclavo-cocinero -un négre á talent, como se decía entonces: un obrero cualificado-, que luchó por la liberación de su país a las órdenes de Toussaint Louverture, llegó a general y acabó convirtiéndose en rey (Henri I).Tragedia, tragedia del rey Christophe en el sentido clásico, griego, en cuanto se trata de un personaje desmesurado, excesivo, que peca de orgullo y porque quiere contagiar ese orgullo a su pueblo, lo condena, lo encierra en un campo de trabajo, obligado a construir un objeto extraordinario y superfluo a la vez: la gran Citadelle, el gran fuerte que todavía hoy se divisa al acercarse a Haití. Tragedia en el sentido político: enfrentamiento entre Christophe (rey de la provincia norte de Haití) y Pétion (presidente do, la República del Sur de Haití; 1804, la primera república negra del mundo). Enfrentamientos entre negros y mulatos, entre tiranía y democracia; despotismo ilustrado contra formalismo pseudodemocrático. Éste sería el lado shakesperiano de la tragedia, con unas gotas de Brecht. Luego está el lado faustiano -y leariano- del personaje. Su lenta marcha hacia la muerte y la soledad que progresivamente se instala a su alrededor y entre él y su pueblo.
Pero existe en la tragedia otro elemento, una dimensión metafísica. Según afirma Césaire, Christophe es la encarnación de Shangó, dios violento, brutal, tiránico, pero también benefactor; dios del rayo destructor y a la vez de la lluvia que fecunda. Y junto a Shangó, Edshou, el dios malicioso de los Yorubas, encamado en el bufón Hugonin, símbolo del humor, pesonaje proteico, formando con Shangó / Christophe una figura indisociable.
Una nueva generación de actores negros retorna un texto, ya clásico, sobre el colonialismo y el post-colonialismo, dos temas todavía candentes. La Cour d'Honnerur, no sólo alberga la voz de un gran poeta, de un gran dramaturgo francés contemporáneo -hecho insólito en tan emblemático. escenario-, sino que devuelve al mítico lugar una de las funciones que le había asignado Vilar, gran creador de piezas contemporáneas: terreno, territorio de debate.
El montaje de Nichet potencia la dimensión metafísica de la tragedia y la soledad que va cerniéndose en tomo a Christophe, al tiempo que trata el tema estrictamente político en un tono esperpéntico: Valle y Gombrovicz dándose un garbeo por una república, monarquía en este caso, bananera.
La escenografía juega un papel importantísimo en el montaje. Sobre el escenario de la Cour, un suelo de madera inclinado y sobre él un viejo autobús desatartalado. Un autobús que hace las veces de autobús, de trinchera, de corte regia, de fundición y, finalmente, de Citadelle: el viejo autobús es alzado por el pueblo haitiano hasta erguirse sobre sus ruedas traseras y convertirse en la extraordinaria y superflua ciudadela militar. Espléndida escenografía cuya constante transformación hizo' las delicias del público.
Las escenas del vudú, los gallos del sacrificio, se mezclan con las banderas rojas y negras de la revolución, y los vestidos de opereta de la corte del rey -el duque "de la Limonada" y el duque "de la Mermelada", disfrazados como ridículos papagayos de Napoleón- con los cantos de los campesinas y la música de los tambores y las flautas. El maravilloso texto de Césaire sale de los labios y del cuerpo entero de los actores sin que se pierda una sola gota.
Emocionante también la última escena del rey. Una vez muerto -se suicida con una bala de oro-, el cuerpo amor-, tajado de Christophe es levantado como un estatua, al pie de la Citadelle, mientras uno de sus hombres toca la flauta y baila una danza ritual bajo el cielo estrellado de Aviñón. Unos momentos mágicos que nos reconcilian con el festival y un homenaje a este "Shakespeare negro", como decía Vitez.
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