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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Los verdugos benévolos

Antonio Muñoz Molina

En Stuttgart, un día de octubre de 1942, una mujer que viajaba en un tranvía lleno de gente vio subir a una anciana cargada de bolsas y con los pies hinchados y se apresuró a cederle su asiento. En un instante, los demás viajeros empezaron a insultarla y a amenazarla. El escándalo fue tal que el tranvía se detuvo entre las paradas y el cobrador expulsó a las dos mujeres, para aprobación y alivio de los pasajeros indignados, ninguno de los cuales iba de uniforme: todos eran ciudadanos normales, cansados del trabajo, tal vez abotargados por el tedio, por la incomodidad del tranvía. La anciana a quien la otra mujer le había cedido su asiento no sólo llevaba unos viejos zapatos deformes y una carga insoportable para su edad y sus fuerzas, también llevaba cosida en la solapa del abrigo la estrella amarilla de los judíos. La historia, a la vez mínima y atroz, se cuenta en un libro que está lleno de ellas, y que yo no paro de leer desde hace unos días subyugado por su erudición y su horror, por su documentación inagotable y su transparente furia moral. Se titula Hitler's willing executioners (Los verdugos voluntarios de Hitler), y su autor, el historiador norteamericano Daniel Jonah Goldhagen, que sin la menor duda, por su nombre, viene de una familia de judíos alemanes, ha logrado estremecer con él los cimientos mismos de las ideas habitualmente aceptadas sobre el nazismo y sobre el holocausto. Parecía que todo estaba dicho, y ahora resulta que apenas nadie se había atrevido a nombrar la verdad. Se suele suponer, por ejemplo, que los crímenes contra los judíos fueron cometidos por una minoría de individuos uniformados y fanatizados ideológicamente, que no tenían gran cosa que ver con la mayoría de la población alemana; la segunda suposición es que el pueblo alemán o no llegaba a enterarse de lo que estaba sucediendo o no tenía posibilidades de manifestar su disidencia, dada la crueldad y la eficacia de la maquinaria del totalitarisimo.Como en Argentina entre 1976 y 1983, en Alemania, entre 1933 y 1945, los horrores serían siempre responsabilidad de otros: los uniformados, los incontrolados. Quien los secundó lo hizo porque no tenía remedio: lo obligaba la obediencia, tenía que salvar su propia vida, en realidad no sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, etcétera. En cualquier caso, las narraciones del ex término suelen adoptar con sospechosa frecuencia la voz pasiva, y no se investiga o no se presta atención a las identidades exactas de los verdugos, como si éstos fuesen o bien monstruos ajenos a la humanidad normal o simples engranajes en un mecanismo tan impersonal como los terremotos o las epidemias.

Lo que ha hecho Daniel Jonah Goldhagen ha sido desbaratar una por una con su implacable erudición, todas esas vaguedades tranquilizadoras, así que no es extraño que el libro haya provocado desasosiego en todas partes, y que en Alemania lo haya recibido con escándalo. Con su documentación abrumadora, con su manera minuciosa de reconstruir evidencias, Goldhagen prueba que la inmensa mayoría del pueblo alemán compartía el antisemitismo de los nazis, y que ninguna institución alemana, ni las iglesias, ni la judicatura, ni las universidades, ni los colegios médicos, manifestó la más mínima oposición a las leyes antijudías ni dio ninguna muestra de solidaridad hacia aquellos alemanes que estaban siendo despojados de su ciudadanía y a los que muy pronto también se les despojaría de la vida. Es más: las instituciones, los colegios profesionales, los clubes deportivos, las asociaciones de estudiantes, las parroquias, no sólo obedecieron cuando llegó el momento las directrices oficiales, sino que voluntariamente, y con un perfecto entusiasmo, muchas veces se adelantaron a ellas, y llevaron su celo de limpieza racial aún más lejos de lo que las leyes exigían.

En el libro de Goldhagen hay fotos de judíos humillados en medio de la calle, de soldados o policías alemanes que rapan las barbas a un rabino con un cuchillo o lo someten a una broma soez: lo que se ve alrededor en las fotografías son caras de gente normal que se regocija con el espectáculo. Las declaraciones de antisemitismo de los obispos católicos y las jerarquías evangélicas hielan la sangre por su crueldad. Salvo una minoría residual de socialdemócratas, ni siquiera los enemigos Políticos de los nazis parecían oponerse a la proscripción de los judíos. Al día siguiente de la Noche de los Cristales Rotos, el partido comunista alemán, ya en la clandestinidad, emitió un comunicado en que se lamentaba que la destrucción de tantos bienes iba a significar un aumento en las horas de trabajo de los obreros que habían de reparar los almacenes y las instalaciones incendiados. Ni una palabra sobre las víctimas judías. Thomas Mann, héroe de la resistencia intelectual alemana frente al oscurantismo nazi, anotó fríamente en su diario cuando supo que los judíos acababan de ser expulsados de la judicatura: "Ya era hora".

En ningún momento a lo largo de su carrera política ocultó Hitler lo que ya había escrito con toda claridad en 1923, que su ambición era liberar a Alemania de los judíos. Y con ese programa político fue reuniendo a multitudes entusiastas a lo largo de una década, y obtuvo en marzo de 1933 más de diecisiete millones de votos, exactamente el 43,9% del censo electoral. Las cifras de Goldhagen son tan demoledoras como los testimonios que recoge: a principios de 1933 había en Alemania dos millones de camisas pardas, el 10% de la población adulta masculina. De pronto, un país entero no es que se rinda a los verdugos: es que se convierte en un país de verdugos, intoxicados por la basura ideológica sobre los pueblos y las razas, insensibles al dolor que ellos mismos provocan, ciegos y mudos ante el crimen más tremendo del que tenga noticia la humanidad. Leo el libro con apasionamiento y terror, me desvela por las noches, me hace compañía en los insomnios que él mismo me provoca, y creo que es urgente que se publique entre nosotros: para que aprendamos sobre Alemania y sobre el holocausto, pero también sobre nuestros fantasmas más oscuros sobre la vergüenza antigua del antisemitismo español, sobre las tentaciones exterminadoras que laten siempre bajo la mentira de las razas, bajo el siniestro romanticismo de la pureza de los pueblos.

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