Más se perdió en Cuba
La misteriosa voladura del acorazado Maine, de visita en la rada de La Habana, con 276 tripulantes a bordo, fue el motivo necesario para que Estados Unidos entrara en la guerra anticolonial cubana, justo cuando ya España sólo dominaba algunas ciudades importantes. La causa: desde mediados del XIX, la metrópoli económica de la isla era el vecino del Norte, no España. La teoría imperial de la fruta madura, refrendada por el US Navy. Y para el imperio venido a menos fue más decoroso capitular ante el poderoso Norte que ante los desastrados mambises cubanos, verdaderos artífices de la independencia.A partir del 1 de agosto, la ley Helms-Burton disparará sus andanadas económicas contra la isla. Pero esta vez el fuego graneado puede herir intereses económicos de Europa, Canadá, México y otros presuntos aliados (mientras no me toquen el bolsillo). De modo qué la protesta ha sido unánime.
En 1898, Estados Unidos acudió a salvar a la colonia martirizada, aunque para ello aplicara un método sui géneris, como, se desprende del memorándum de J. G. Breckenridge, secretario de Guerra norte-americano:
"[La población cubana] consiste en blancos, negros y asiáticos y sus mezclas. Los habitantes son generalmente indolentes y apáticos. Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos a nuestra propia federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (...) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (...) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas (...)".
En 1996, los cañones modelo Helms-Burton intentan salvar a los nativos de la dictadura castrista y forzar un tránsito a la democracia... de los que sobrevivan a su aplicación. No importa cuántos mueran por falta de un medicamento o de una intervención quirúrgica (que en el último año se han reducido casi a la miltad), porque el restablecimiento de los derechos humanos merece cualquier sacrificio, incluso el de la vida... de los cubanos. ¿Por qué los chinos mantienen el estatuto de nación más favorecida dice usted? Cedo la palabra al destacado periodista norteamericano Robert Novak: "¿No será que estoy inclinando la cabeza ante el poderío chino y ensañándome con la débil Cuba? Confieso que así es (...). Mantener buenas relaciones con el creciente gigante de Asia es un interés nacional indiscutible". No coments.
Por el contrario que en el 98, ahora resulta que España y EE UU militan en el mismo bando. Se suspende toda colaboración con el Gobierno cubano (lo que incluye, curiosamente, las becas a estudiantes de la isla), aunque el presidente Aznar afirma ante Al Gore: "No haremos nada que pueda fortalecer a Castro, no haremos nada que pueda perjudicar a los ciudadanos de Cuba y defenderemos los intereses de las empresas españolas".
Lo cual resulta un centrasentido porque la supresión de la ayuda al primero que perjudica es al ciudadano cubano, no a Castro. Porque en 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo cubano alrededor del líder y frente al enemigo externo. Ahí viene el lobo, grita Fidel. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo. Benditas agresiones. Y porque el único modo de defender los intereses de las empresas españolas es negarse diametralmente a la extraterritorialidad de la ley Helms-Burton, cosa que no está por ahora muy clara.
El propio Aznar sanciona los tres pilares de la relación con Cuba: "Democracia, derechos humanos y ayuda humanitaria". Pero ¿es verdaderamente democracia y derechos humanos lo que reclama Occidente para Cuba? ¿Por qué no sancionar entonces con la misma crudeza a países donde se asesina aldeas enteras, se prostituye a los niños y se comercia con la miseria? ¿O acaso el petróleo concede un tinte democrático a las feroces dictaduras árabes? Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende con fervor: el derecho comercial. Desde China hasta Kuwait. Y aunque las razones no sean de índole moral, vale reconocer que los derechos comienzan con la solvencia económica: la mujer que con su acceso al trabajo deja de depender del varón que trae a casa el dinero y es por ello el patrón; o los países cuya autosuficiencia económica los acerca a la libertad política. Ese derecho prácticamente no existe para los cubanos. Las actividades económicas por cuenta propia son acosadas hasta la asfixia por restricciones e impuestos. En cambio, el inversionista extranjero tiene las puertas abiertas. De él depende que los niveles de miseria no alcancen el punto crítico de la desesperación y se produzca un estallido. Ahora bien, si Occidente desea que esa libertad comercial vuelva a imperar en Cuba en toda su extensión, tiene dos caminos:
1. El del bloqueo total, que estrangule al pueblo cuban hasta que la subversión brutal a cualquier coste sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable. Variante monstruosa que persigue la ley norteamericana (¿la redactaría aquel Breckenridge?), y
2. El camino de la inversión masiva de capital. ¿Y eso no apuntalaría al Gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero a mediano plazo, cada empresa que transite a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del Estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad cubana, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, y de ahí una mayor noción de sus propios derechos, o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra; desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Y a esta reflexión no es ajeno el Gobierno cubano, de ahí que sienta más pánico ante la inversión (que descentraliza) que ante el bloqueo (que cohesiona), y sólo muy cautelosamente la vaya permitiendo, por la misma razón que permite a regañadientes pero torpedea con saña toda apertura a la iniciativa privada de los cubanos. En La Habana, ciudad que puede ser declarada inhabitable en un 50% a fin de siglo por falta de mantenimiento constructivo e inversión inmobiliaria, se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (ahí viene el lobo, de nuevo). Pero el Gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares.
Aunque como cubano me duela, porque de masificarse la inversión extranjera el riesgo de heredar alguna vez un país que no nos pertenezca es más que una hipótesis; la solución de Breckenridge o la pasiva espera a una transición dictada por la necrología me resultan soluciones infinitamente más penosas. De ahí que si pretendiera lo que el actual Gobierno de Aznar, haría precisamente todo lo contrario para conseguirlo, apoyado además por una razón comercial y otra moral. La primera es que Cuba hoy, coto cerrado a los inversionistas norteamericanos, dotada de una mano de obra calificada y barata, es un destino espléndido para el capital español, que recibe además un trato preferencial por parte de las autoridades cubanas. Mientras no se abra la puerta al Norte. En ese caso, la pelea sería, como decimos en Cuba, de león a mono amarrao.
Y la razón moral es que en Cuba se hizo la guerra anticolonial más cruenta de América, "la guerra sin odio" convocada por Martí (el enemigo era el poder colonial, no el gallego de a pie, como se denomina genéricamente en Cuba a todos los ibéricos), de modo que el proceso de emigración hacia la isla apenas se interrumpió después de la independencia y fue masivo hasta los años cuarenta. El inmigrante español en Cuba nunca fue tratado como extranjero. Así, cuando con el teórico propósito de beneficiar se implementan medidas que consiguen todo lo contrario, ellas lesionan no a un exótico extranjero, sino a un primo o a un hermano que habita en otra calle de la aldea planetaria, pero en otro ventrículo de nuestros afectos.
Por eso, cada vez que escucho a alguno de nuestros mayores decir, casi maquinalmente, "más se perdió en Cuba", siempre pienso: "Más se puede perder".
es escritor cubano afincado en España, premio Casa de las Américas 1992.
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