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Otra vez la religión y la escuela

Es como una maldición que nos persigue: otra vez vamos a darnos de bruces con la polémica sobre la religión y la escuela -o, más exactamente, la religión en la escuela- que ha estado en el centro de todos los debates sobre la educación en nuestro país desde hace siglo y medio. Cada país es tributario de su historia y la nuestra ha sido tremenda. Por esto, la elaboración de Constitución de 1978 fue, por encima de todo, una gran reflexión sobre nuestra historia y, más concretamente, una reflexión sobre las causas de los sucesivos fracasos de todos los intentos de democratización en nuestro país. La pregunta que nos hacíamos era por qué la democracia había fracasado siempre en España, por qué todos los intentos de institucionalizar un sistema democrático habían sido breves e inestables y habían terminado, una y otra vez, con golpes militares, regímenes autoritarios, guerras civiles y dictaduras. Una de estas causas era, sin duda, la cuestión religiosa. En un país marcado por la Contrarreforma, la religión ha estado en el centro mismo de la lucha por la democracia y muy concretamente en el meollo de tres elementos fundamentales de ésta: la tolerancia, el pluralismo y la libertad de conciencia. Todos teníamos muy viva la memoria del largo combate por estos principios y muy especialmente la memoria de la terrible confrontación de la II República. Por eso nos esforzamos tanto en encontrar una solución equilibrada que nos evitase, de una vez por todas, la guerra de religión.

Para que esto fuese posible se requería que todas las partes aceptasen las reglas de juego esenciales. Y entre estas partes estaba, naturalmente, la Iglesia católica. Es indudable que en la fase final del franquismo la Iglesia se desmarcó claramente de su penosa identificación con la dictadura militar o intentó dejar de ser su gran referente ideológico. Pero también es indudable que la Iglesia consiguió mantener intactas las posiciones que consideraba fundamentales o irrenunciables, la primera de las cuales era la educación. Naturalmente, también peleó con fuerza por otras, como su propia financiación pública, la prohibición del aborto y la prohibición del divorcio. Muy pronto comprendió que este último tema, el del divorcio, era una causa perdida, sobre todo después de los escándalos de los obispos africanos que eran trasladados temporalmente a Madrid para disolver los matrimonios canónicos a cambio de cantidades millonarias. Por esto su batalla contra el divorcio fue más testimonial que real. Pero en lo demás mantuvo una acción dura y constante, que como ponente constitucional pude comprobar de manera muy directa.

En el tema principal, el de la educación, la Iglesia se había asegurado ya unas garantías básicas en la Ley de Reforma Educativa de 1970. Y durante los primeros años de la transición intentó mantenerlas sin menoscabo ninguno. Aceptó el artículo 16 de la Constitución pero consiguió incluir en su párrafo tercero una mención específica a la Iglesia católica. Y, desde luego, peleó a fondo por el derecho a la formación religiosa en el artículo 27. Y ya en la fase final de la elaboración y aprobación de la Constitución negoció con el Gobierno de la UCD los nuevos acuerdos con el Vaticano que fueron firmados y publicados en enero de 1979, inmediatamente después de la romulgación de la Constitución cuando las Cortes habían sido disueltas por la convocatoria de nuevas elecciones.

En función de estos acuerdos a Iglesia católica interpreta el artículo 27 de la Constitución -que establece el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones- en el sentido de que en todas las escuelas financiadas con fondos públicos la enseñanza de la religión debe ser una asignatura con valor académico, o sea, equiparable a cualquier otra para la evaluación del alumno. Entiende también que los que no acudan a las clases de religión tienen que cursar otra asignatura equivalente, como la Ética. Y desde luego, en muchos casos convierte en obligatoria la asignatura de Religión en sus propias escuelas privadas financiadas con fondos públicos, lo que a mi entender es contrario a la lógica constitucional.

En definitiva: lo que se pretende es transformar el derecho a una formación religiosa y moral en una obligación escolar. Y aquí es donde está la clave del asunto. Nuestro Estado no es, por imperativo constitucional, un Estado confesional. Precisamente por ello no se puede incluir en la enseñanza pública, ni tampoco en la privada financiada con fondos públicos, la enseñanza de una religión como materia curricular. Es cierto que, por respeto a la libertad de creencias, el Estado debe asegurar que todos puedan recibir una formación acorde con las suyas propias, pero este derecho de unos no puede ser de ninguna manera un deber para otros. Dicho de otra manera: el currículum escolar sólo se puede basar en asignaturas y materias que todos puedan compartir sin necesidad de adscribirse a un credo religioso o político determinado. Por esto no puede formar parte de dicho currículum una materia que se imparte con carácter especial para algunos, aunque éstos sean mayoría. Por consiguiente, ni se puede convertir la enseñanza de una determinada religión en una asignatura evaluable ni se puede obligar a los que no reciben esta enseñanza a estudiar y aprobar otra materia. De hecho, convertir la enseñanza de una religión en un elemento del programa curricular sería reintroducir el factor confesional en una escuela que, por definición, no es ni puede ser confesional, que debe ser plural y respetuosa de la libertad de conciencia y, por consiguiente, debe entender la enseñanza de la religión como un elemento más de este pluralismo, no como una negación del mismo.

Durante los años del Gobierno socialista, se intentó resolver este problema con prudencia, sin atizar los ánimos y buscando una y otra vez compromisos razonables. Creo que los ánimos se calmaron, efectivamente, durante algún tiempo, pero a costa de soluciones parciales que no llegaron al fondo del asunto. En todo caso, sí que se había conseguido que las clases de religión no contasen para la evaluación global de los alumnos, aunque se había transigido en la exigencia de una materia alternativa como la Ética.

La tregua era bien precaria, como se ha podido comprobar con el anuncio por parte del nuevo secretario general de Educa-

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Otra vez la religión y la escuela

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ción, Eugenio Nasarre, de que el Gobierno del PP se dispone a aprobar un decreto-ley para devolver valor académico a las clases de religión. O sea que las cosas han ido deprisa, desde que el presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Yanes, se entrevistó con el presidente del Gobierno, J. M. Aznar, y anunció que el PP era más receptivo a sus exigencias que el PSOE. Se entiende, pues, la euforia de la Conferencia Episcopal, tan plásticamente expresada por el presidente de su Comisión de Enseñanza, Antonio Dorado, cuando anuncia una asignatura de religión "evaluable y con rango académico". Creo que si el decreto-ley se aprueba efectivamente vamos a dar un considerable paso atrás, nos van a meter en una "regresión innecesaria", como ha dicho la Federación Estatal de Enseñanza de CC OO, y entraremos en una espiral conflictiva no deseada, como muy sensatamente ha advertido la Conferencia Española de Padres de Alumnos. La distinción entre la derecha y la izquierda ha pasado por muchos avatares y es posible que las líneas divisorias tradicionales se hayan modificado e incluso difuminado en algunos terrenos, pero es indudable que siguen existiendo y que se expresan o se van a expresar con claridad en otros.

Creo que el problema de la confesionalidad y la laicidad en la escuela de un Estado no confesional es uno de ellos y de gran importancia. La laicidad -o sea, la tolerancia, la aceptación de la diversidad- es un principio fundamental de la izquierda que hoy se ha extendido a sectores que anos atrás no lo compartían. Por eso no podemos aceptar ningún paso atrás y no sólo no debemos bajar la guardia, sino que debemos aprestarnos a un debate político muy serio.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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