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Tribuna
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Tiempos de revolución

Han tardado unas semanas, pero al fin los tenemos eufóricos. El triunfo por la mínima y la necesidad de pactar con sus enemigos de la víspera dejó a los dirigentes del Partido Popular durante dos meses sin palabra. Les vimos con el gesto contrariado y la voz queda, como todos los que atraviesan por un duro proceso de conversión interior y se ven obligados a decir hoy exactamente lo contrario de lo que dijeron ayer. Nos ahorramos por un tiempo la obscena altanería de los triunfadores. Pero, una vez asentados en el Gobierno, con sus aliados aparentemente satisfechos, con la oposición abrumada de silencio, comienzan a mostrarse tal como son. Es una cuestión de tono, de estilo. Se aprueban por decreto ciertas medidas fiscales y el responsable del asunto dice: y esto no ha hecho más que empezar. Suenan entonces aplausos del lado de la patronal, que pide más calado en la misma dirección, y los nostálgicos del neoliberalismo exultan: por fin nos dirigimos hacia la sociedad abierta y ahora sin enemigos. Los ministros conceden entrevistas sin miedo a las grandes palabras. Dice uno de ellos: las medidas tomadas son tan revolucionarias que situarán a todo el mundo al nivel de los poderosos".

Revolución: con la euforia aparece la palabra nefanda, que los socialistas borraron con lejía y estropajo de su léxico y que sólo un liberal confeso se atreve a pronunciar hoy en día. La había teorizado, con la pompa y circunstancia exigidas por la ocasión, un eminente sociólogo, Ralf Dahrendorf, cuando inmediatamente después de la caída del muro de Berlín escribió una carta a un caballero polaco para celebrar el derrumbe del comunismo y anunciar la muerte de la socialdemocracia. Reflexiones sobre la revolución en Europa, titulaba su carta, remedando audazmente la escrita dos siglos antes por Edmund Burke. No es, en efecto, de audacia de lo que carecen estos señores: desatada al fin de las trabas burocráticas impuestas por el error fatal de la socialdemocracia, Dahrendorf veía a la sociedad liberal en vuelo hacia una expansión sin fronteras.

La revolución de Dahrendorf, como la anunciada por Rato, guardan un evidente aire de familia con la revolución conservadora proclamada por Reagan y Thatcher hace 15 años y con el repunte revolucionario protagonizado por Newt Gingrich en su "Contrato con América". La cosa consiste, con variantes según los países, en bajar impuestos, cortar el gasto público, congelar y erosionar lentamente la Seguridad Social, aumentar los gastos militares, reducir el déficit, equilibrar los presupuestos, desregularizar los salarios y el mercado laboral y debilitar a los sindicatos. Ésta es la gran revolución de fin de siglo: que el Estado se limite al aparato coercitivo: guardias, jueces y, si la tradición lo reclama, una armada imperial.

Después de poner manos a la obra, los resultados de la revolución conservadora son como para rebajar algunos grados el entusiasmo de las primeras fases. En los países que se han adentrado por la senda revolucionaria, lejos de situarse todo el mundo en el nivel de los poderosos, la desigualdad y la pobreza han aumentado. Durante los años 80 el tramo de población con ingresos más bajos del Reino Unido perdió un 14% respecto a la media. En Estados Unidos los sueldos de la nueva aristocracia tecnológica se han multiplicado en la misma medida en que descendían los salarios de los trabajadores no cualificados. Curiosamente, con la revolución ha retornado el lenguaje prerrevolucionario: desaparecen obreros y patronos y surgen por todas partes pobres y ricos.

¿Vamos aquí en la misma dirección? Parecía que no, que el toque de atención francés había rebajado la fiebre revolucionaria de nuestros conservadores. Pero no bien han comenzado a gobernar ya apuntan los signos de que no van a ser menos que sus hómologos británicos. La moda que visten es, según dicen, británica. Británica será, sí, pero de 1979.

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