Tambores de guerra
El debate sobre Maastricht, oculto en las últimas semanas por otras novedades, se activará la próxima semana con motivo del Consejo Europeo de Florencia, al que asistirá por primera vez como presidente del Gobierno José María Aznar. Lo sorprendente del paquete económico aprobado por el Consejo de Ministros hace diez días es que tiene que ver poco con la UEM; son normas, en muchos de los casos, laterales a Maastricht.Las medidas liberalizadoras surtirán efecto a medio plazo (probablemente cuando el examen de entrada haya pasado). Las fiscales ya son más controvertidas, puesto que en conjunto suponen una reducción de impuestos a las rentas de capital, que afectará a los ingresos presupuestarios y que tendrá incidencia en el déficit público. Nadie ha valorado con rigor lo que supone esa disminución en las cuentas del Estado.
El pretexto de estos decretos-ley urgentes fue la necesidad de una reactivación de la coyuntura. Pero si esto fuera exactamente así, el principal criterio vendido por el PP era el de que las empresas adquirieran la suficiente confianza para invertir; la reivindicación número uno de los empresarios, a través de la patronal, está siendo ahora el abaratamiento del despido dentro de una nueva reforma laboral.
¿Por qué el Gobierno no ha atendido a la prioridad confesa de su política económica que es cumplir los criterios de convergencia, ni tampoco al primer test de confianza empresarial que es la reforma del mercado de trabajo? Porque lo primero significaría abordar la parte más impopular de la acción gubernamental que es un recorte no cosmético del gasto público, lo que conlleva retoques del gasto social y del Estado del Bienestar; y por que otra reforma laboral iniciaría la guerra con las centrales sindicales. Ambos asuntos, en conjunto, simbolizarían la reaparición de los tambores de guerra en las relaciones sociales y arruinarían el instrumento más apreciado por Aznar en la campaña electoral: el pacto social.
Es decir, el Gobierno está haciendo política, buscando los momentos adecuados, cargándose de razón, ganando tiempo. Esta política -disminución de la inversión pública y de los impuestos al capital- puede calificarse de derechas, aunque sea una osadía, dados los tiempos que corren, denominarla así. Pero todavía no conlleva elementos directos de confrontación. Éstos llegarán con el sacrificio en los gastos sociales, con el cambio de legislación laboral, o con los reajustes de plantilla en las empresas públicas no rentables. En este sentido, el otoño puede ser conflictivo, aunque el grado de calentura es una incógnita pues nadie conoce la capacidad de convocatoria de unos sindicatos que han vuelto a situarse en un lugar central de la vida pública.
Con la oposición todavía en proceso de reorganización, el principal peligro para esta estrategia calculada proviene de los fundamentalistas, arriscados en las filas de la CEOE, que piden y piden más y más madera. El ejemplo más representativo de ello es la presentación por parte de José María Cuevas -en la sede de la patronal- del Libro blanco sobre el papel del Estado en, la economía española, que demanda la reducción del sector público al Estado mínimo que pretendieron Thatcher y Reagan. Estas estridencias complican la maduración de los asuntos. No le hacen falta al Ejecutivo, sino todo lo contrario, algunos de esos interesados compañeros de viaje que, en la permanente fuga hacia adelante, quitan credibilidad a algunas de las cosas que está haciendo. Lo notable es que determinadas personas que defienden la estrategia de la tensión se hallan incrustadas en el propio aparato del Estado y actúan como lobby.
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