Golpismo y confusión en Paraguay
PRUDENCIO GARCÍAEl autor comenta la dificultad de los militares del país latinoamericano para adaptarse a las exigencias de la democracia
Hace exactamente seis años, por estas mismas fechas, fui invitado en Asunción a dictar una conferencia en el Colegio Nacional de Guerra, centro de enseñanza superior de las Fuerzas Armadas de Paraguay, en el que se desarrollan cursos multidisciplinarios dirigidos a un alumnado mixto, formado por militares de alta graduación y personalidades civiles del ámbito de la política, la Universidad y la Administración. De aquel acto recuerdo con toda viveza un par de detalles imborrables, que hoy adquieren su plena significación a la luz de los acontecimientos que estas últimas semanas han sacudido la vida política del país.En aquel Paraguay de 1990 se vivía todavía la relativa euforia derivada del derrocamiento -ocurrido un año antes- del general Stroessner, el dictador que durante 35 años había paralizado la 'vida política del país. Algunos de los generales y coroneles que protagonizaron el golpe que lo derribó se hallaban presentes en el aula, y, por añadidura, mi intervención en aquel acto académico se debía a la gestión directa de uno de ellos en particular. Mi disertación se había centrado, fundamentalmente, en la serie de requisitos y cambios evolutivos -algunos no precisamente fáciles ni rápidos- que resultan necesarios para la transformación de un ejército imbuido de una mentalidad dictatorial y antidemocrática largamente arraigada, hasta convertirse en una, institución militar capaz de servir a una sociedad democrática.
Al finalizar mi intervención y dar paso al turno de preguntas y comentarios, uno de los alumnos -civil, por cierto- se levantó e hizo la siguiente observación, que recuerdo en términos de casi total literalidad: "Señor profesor, nos ha explicado usted los cambios y requisitos que han de asumir los militares para hacerse democráticos. Pero usted no ha tenido en cuenta que estos jefes y oficiales aquí presentes son precisamente los que hace un año derribaron al dictador, impulsados por sus convicciones democráticas. Ellos son ya verdaderos demócratas, y así lo han sabido demostrar".
En otras palabras: según el interpelante -y muy probablemente para la mayor parte de aquella audiencia-, el simple hecho de haber derribado a un dictador mediante un golpe militar acreditaba ya, de forma inequívoca y definitiva, el carácter impecablemente democrático de los golpistas que lo desplazaron del poder. La ingenuidad de aquel planteamiento sólo era comparable a la patética ignorancia que lo sustentaba. Todas las preguntas y observaciones que se fueron, planteando a lo largo del coloquio evidenciaban un desconocimiento enciclopédico de todos los factores sociológicos, políticos y culturales que pesan sobre un Ejército que ha servido de soporte a una dictadura de larga duración, máxime en el ámbito latinoamericano. Entre tales factores señalé un peligroso desprecio hacia la autoridad civil; prepotente sentimiento de superioridad del estamento militar frente a la clase política; patológico temor al pluralismo político, ideológico y social; aguda inquina hacia cualquier organización obrera o sindical mínimamente reivindicativa; viciosa equiparación de libertad y libertinaje; disciplina militar basada en la obediencia ciega -al amparo de la mal llamada obediencia debida-; concepto del honor absolutamente desvinculado del respeto a los derechos humanos, y, como tal, compatible con su frecuente violación; corporatido, conducente a la impunidad institucional frente a toda clase de excesos y corrupciones; negación del apartidismo militar imprescindible en toda democracia-, factor agravado, en el caso paraguayo, por aquella sistemática adscripción de sus más caracterizados jefes a un único partido: el Colorado, al que pertenecían tanto el general derrocado como aquel que lo derrocó y le sucedió en el poder.
Demasiadas taras antidemocráticas, demasiado nocivas y demasiado prolongadas en el tiempo como para ser borradas súbitameríte por un simple golpe militar. Golpe que, por otra par te, admitía otras explicaciones tan consistentes como alejadas del supuesto fervor democrático de su! protagonistas. Para empezar, el general Andrés Rodríguez, yerno del dictador y jefe del Ejércíto en aquellas fechas (primeros de febrero de 1989), consumó su golpe cuando supo que estaba a punto de ser destituido de dicha jefatura -considerable similitud, en éste punto, con el caso actual-. Por otra parte, aquella anquilosada dictadura era la única de su signo que todavía perduraba en toda América Latina a finales de los ochenta, lo que determinó como única salida pos-Stroessner el paso forzado a la democracia, y no hacia otra dictadura similar encabezada por otro general. Diez o quince años antes, un hipotético derribo del mismo dictador hubiera dado paso, inexodictadura militar. Pero a la altura de 1989 ya no cabía tal opción. Las claves de aquel golpe se situaron, en consecuencia, no tanto en los impulsos democráticos de sus autores como en la lucha pura y dura por el poder a niveles in ternos, condicionados en lo externo por las exigencias del contexto internacional.
El segundo detalle, -el más revelador- de la experiencia antes aludida se produjo al terminar el acto. Salíamos ya todos del local cuando otro alumno, también civil, se me acercó y, tras darse a conocer -se trataba de un alto funcionario ministerial-, en voz baja, y en tono de íntima confidencialidad, me dijo nada menos que lo siguiente: "Coronel, no sabe usted la bomba de relojería que nos ha dejado aquí. Se ha manifestado usted, en toda su intervención, adverso a lo que fue la doctrina de seguridad nacional. Conviene que sepa que tal doctrina todavía sigue vigente en este centro como asignatura fundamental" Agradecí mucho el dato, que me hizo comprender muchas cosas a la vez. Entre otras, el enorme grado de desconocimiento y retraso que aquella audiencia civil y militar había evidenciado en lo referente a cultura castrense moderna y relaciones Ejército-sociedad. El hecho de haber sido invitado a disertar en el sanctasanctórum de su pensamiento militar, por iniciativa de la propia delegación paraguaya que conocí meses antes en un seminario internacional celebrado en Montevideo, me hizo pensar -con notable ingenuidad- que, transcurrido poco más de un año desde, la caída de Stroessner, aquellas Fuerzas Armadas habían avanzado hacia la democracia con insospechada rapidez y deseaban incorporar, desde sus más altos centros de enseñanza, los conceptos básicos que la sociología militar establece para los comportamientos de los ejércitos en las sociedades democráticas.
Sin embargo, y contradiciendo aquel injustificado optimismo, las preguntas y comentarios. antes aludidos vinieron a colocar las cosas en su sitio, devolviéndome implacablemente a la cruda realidad. Y la cruda realidad era que aquella audiencia, incluidos aquellos altos jefes que derrocaron a Stroessner, demostraban no haber asimilado en absoluto los cambios producidos en el mundo y en su propio continente en las últimas décadas, víctimas de un doble factor: el largo y sistemático aislamiento en que el viejo dictador supo mantener a su país, y los devastadores efectos mentales de la tristemente recordada doctrina seguritista, que les mantenía apegados todavía a su viejo rol institucional de firme bastión antimarxista, desconociendo aún (y estábamos a finales de abril de 1990) un factor tan decisivo como el desplome de los regímenes comunistas de Europa central y oriental. Hecho que, pese a haber ocurrido ya seis meses antes, permanecía ausente de todos sus planteamientos y análisis, ignorantes de la consiguiente modificacíón del equilibrio continental y mundial.
Creo que estos antecedentes, personalmente constatados por vía académica hace seis años, arrojan ahora no poca luz sobre los recientes y lamentables acontecimientos de Asunción. El raquítico argumento de "hemos derribado al dictador, luego so mos demócratas" vuelve a evidenciar su absoluta falacia, y esta vez no por vía académica, sino crudamente fáctica. Un general de fuerte personalidad y de irresistibles ambiciones políticas, Lino César Oviedo, de destacada participación en el golpe que de rribó a Stroessner, y a quien el presidente Juan Carlos Wasmosy debe grandes favores por los apoyos que le prestó en su carrera hacia la presidencia, llevaba ya más de dos años, desde su puesto de jefe del Ejército, manteniendo con el propio presiden te un intenso forcejeo derivado de sus discrepancias y frecuentes injerencias en la línea política gubernamental. Como ya es sabido, ante la legítima decisión presidencial de destituirle de su puesto, el general respondió desafiando su autoridad y acuartelándose, con el respaldo del Ejército, en una flagrante actitud insurreccional.
El presidente contó en la crisis con el respaldo de la Armada y la Aviación -apoyos más bien simbólicos, dada la escasa entidad de tales fuerzas frente al siempre poderoso Ejército de Tierra-, y con otros respaldos mucho más importantes: el de la ciudadanía paraguaya y el de la comunidad internacional, embajada norteamericana incluida. Felipe González y José María Aznar, entre tantos otros dirigentes de muy distintos países, se apresuraron a enviar al amenazado presidente mensajes de apoyo y solidaridad: Nada de esto pareció bastar, pues pronto se conoció la siniestra componenda: al general golpista se le ofrecía no sólo la plena impunidad, sino, además, la cartera de Defensa, a cambio de la cual deponía su actitud, aceptando su retiro y consiguiente relevo al mando del Ejército.
Las reacciones no se hicieron esperar: la misma multitud de ciudadanos que clamaban su apoyo a Wasmosy en tomo al palacio presidencial, respaldando su posición antigolpista, pasaron a gritar, con idéntico clamor, su repulsa por la increíble claudicación. La Cámara de los, Diputados, que 24 horas antes respaldaba firmemente al presidente, pasó a exigir su procesamiento por traición. Los jefes de la Armada y la Aviación que respaldaron el orden constitucional frente al general golpista, quedaban a merced de éste si se confirmaba su designación ministerial.
Consciente, al fin, de este cúmulo de desastres, y tras una jornada de meditación en el interior. de la selva, Wasmosy se negaba finalmente a nombrar ministro de Defensa al general Oviedo, ya desposeído del mando del Ejército. Con ello revocaba el humillante acuerdo pactado -moralmente nulo, como todo compromiso obtenido bajo la presión de la fuerza ¡legítima-, decisión presidencial que, pese a su fea incoherencia, constituía la menos mala de las soluciones posibles para la indeseable situación.
Obsérvese, para terminar, que de los dos principales ingredientes de aquella doctrina tan impropiamente llamada "de Seguridad Nacional" -la obsesión anticomunista y la prepotencia militar frente a la sociedad civil-, el primero de tales ingredientes no parece haber desempeñado papel alguno en esta ocasión. No así el segundo, que ha brillado por su presencia con la más insolente intensidad. La prepotente certeza de que los militares son mucho más capaces que los civiles a la hora de fijar las grandes líneas de la política nacional, aparte de constituir una tendencia de larga data en América Latina, fue un factor ampliamente aprovechado e interesadamente potenciado a través de dicha doctrina durante sus largas décadas de aplicación. La erradicación de tal tara resulta lenta y difícil, y sus resultados -una vez más- a la vista están. Esperemos que esta tara vaya quedando reducida a un fenómeno cada vez más residual, en beneficio del más básico de los principios de una democracia consolidada: la obligada, sistemática e imprescindible subordinación militar al poder democrático civil.
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