Jordi Pujol y la Marca Hispánica
Todo empezó con la Marca Hispánica, avanzada supuesta del Imperio Carolingio en tierra de infieles, hace más de mil años. A partir de entonces, el ser y el destino de Cataluña como colectividad quedaron fijados. para siempre. "Este hecho diferencial de nuestro nacimiento se ha perpetuado en cierto sentido a través de la historia". Esto es lo que dice el señor Pujol en una reciente selección de sus escritos (Cataluña, España, edición de Ramón Pi). Apareció Cataluña en el mundo con sus rasgos básicos -capacidad de integración, identidad- ya formados. Alborada gozosa a la que siguió un larguísimo periodo de decadencia; declive que parece arrancar del siglo XV y tiene su colofón en la derrota fatídica de 1714. Cuando Cataluña extravía su identidad, el consenso y la estabilidad sociales se rompen. Pero llegaron tiempos mejores. El ideal colectivo dormía, pero no quedó olvidado. Volvieron las viejas virtudes -la cohesión social, el espíritu de trabajo-; se produjo la industrialización, sobrevino el renacimiento cultural; aparecieron voces -voces nacionalistas- que llamaron a reconquistar la patria perdida.El señor Pujol, según reconoce, no es historiador. Su desenvoltura es absoluta, por ejemplo, cuando cita a R. de Abadal en apoyo de sus lucubraciones. Abadal, de antigua militancia nacionalista, era un historiador de probado y eficaz positivismo. En su paciente obra concluyó que la Marca Hispánica no tuvo significado político ni administrativo., Unas ideas muy parejas a las de José Antonio Maravall, luego confirmadas por P. Bonnassie. La Marca Hispánica nunca existió, sino un grupo de marcas y condados independientes, a veces aliadas con los árabes; una tierra- muy encastillada, una Castilla de la parte oriental. De hecho, el nombre de Cataluña sólo aparece en el siglo XII, y en boca de extranjeros.
Las ideas del señor Pujol acerca de la "Cataluña" altomedieval no vienen, pues, de historiadores serios. Pertenecen, más bien, a un orden mítico. Responden a la necesidad sentida por el catalanismo de inventar una tradición, atribuyendo a la nación imaginada unos orígenes absolutos. El mito de la Marca Hispánica se forjó en el siglo XVII y trataba de probar, como ahora, los orígenes francos de Cataluña, su radical heterogeneidad con España. El nacionalismo volvió luego sobre estos tiempos de remota grandeza en los que, como afirmaba Puig y Cadafalch, se mostraba la "unidad espiritual" de su cultura. Hubo quien escribió sobre la "alegría de vivir" en aquella edad dorada del "íntim sentiment de solidaritat que s'anomena esperit nacional" (Nicolau d'Olwer). El mito de los orígenes se abrió camino hasta conquistar los manuales oficiosos de historia, así el de A. Balcells: "Fa 12 segles, l'embrió del que seria Catalunya consistia en la Marca Hispánica". Quien desee comprobar los múltiples usos de la historia no tiene más que remitirse a Eugenio d'Ors. El imperio de Carlomagno, en sus mocedades catalanistas, era sinónimo de europeidad, de clasicismo..., de lo opuesto a la España castiza. Más tarde, Carlomagno, se convirtió en un emblema semifascista: "Sacro Romano Imperio... un cetro en el mundo y una España sin separatismos".
Los mitos nacionalistas, como todos los mitos religiosos o profanos, viven al margen del tiempo histórico. Su función consiste en dar sentido, en suscitar y orientar la acción colectiva. En apariencia, poseen una fecha -el milenario famoso-, pero sólo a efectos de ordenar el rito, la celebración por la que el mito se actualiza en la conciencia de los creyentes. El mito del señor Pujol presenta una mezcla singular de política y religión. La nación es una esencia intemporal que desenvuelve sus vicisitudes según un esquema teológico: unidad perdida, caída y redención final. Llama la atención el empleo constante de términos como plenitud, alma, llamada, espiritualidad, que denotan la intensidad de su fe; de una fe que es capaz de crear su objeto.
Alguno de los biógrafos del señor Pujol se ha referido a él como un "nacionalista religioso". El profesor Josep Colomer, por su parte, ha hablado con justeza de sus raíces tradicionalistas y católicas. El caso, claro está, no es el de todos los catalanistas; pero puede ilustrar el de aquellos que aprendieron el nacionalismo en los grupos católicos de los años cincuenta y sesenta. El CC, por ejemplo, descifrado por unos como Cristo y Cataluña, como Comunidad y Cataluña por otros, tanto monta. Alguno de sus militantes ha descrito su experiencia como una "conversión" al catalanismo. Cosa, dicho sea de paso, que no es de extrañar. Allí donde surge un particularismo étnico o cultural -Quebec, País Vasco, Irlanda, Cataluña-, podemos estar ciertos de que la Iglesia no anda muy lejos. Una Iglesia que se ha movido entre dos tentaciones: la del nacionalcatolicismo, la de sacralizar el poder político, y la del catolicismo nacional, la de, una religión secular y comunitaria; ambas tentaciones ligadas por una duradera hostilidad al Estado liberal.
La visión histórica del señor Pujol se relaciona estrechamente con su autobiografía, concebida igualmente en términos míticos; con el relato del profeta que anuncia o del mesías que viene a realizar el vaticinio milenario. Describe el señor Pujol su infancia en un medio entre fabril y campesino; un mundo natural, lleno de sentido religioso, unitario, bien trabado, macizo, de una pieza. Una suerte de Marca Hispánica personal. Luego viene la escisión, la duda, esa duda que pudre; un mundo artificioso y mestizo (sic) que parece aludir a los efectos de la modernidad (turismo, riqueza, emigración). Por fin aparece la gran voz capaz de recrear el paraíso perdido, la unidad y la energía. El hombre moderno es algo muy parecido al desarraigado de Barrés, oscilando entre lealtades múltiples, perdido en abstracciones, separado de otros hombres por intereses propios. Y para remediar esa pecaminosa condición, el señor Pujol propone el reposo en la hermandad lingüística y cultural, la salvación en una comunidad de rasgos místicos, atada por un lazo invisible y misterioso.
El mito nacionalista del señor Pujol -sentido de la historia y fin último- quedaría incompleto si no explicase el origen del mal. El particularismo catalanista -en su vertiente católica o republicana y federal- ha solido presentar a Castilla como fuente de la decadencia propia, desde el compromiso de Caspe al anarquismo barcelonés; ha construido su identidad por oposición a la presunta identidad castellana. La manera de explicar la escisión de la comunidad nacional imaginada -unida por principio, dividida por la naturaleza de las cosas-, ha consistido en achacarla a la interferencia externa. A Lerroux, archidiablo hasta fechas recientes; a las jugadas indignas de Madrid, lugar donde, como es sabido, tiene su asiento el Malo. Cataluña es siempre optimismo, europeísmo, modernidad, iniciativa, y Castilla viene a ser un triste y pobre compendio de casticismo cerrado y afán chulesco de avasallar. Y, así, el señor Pujol puede incurrir en el disparate de hablar de la victoria de Castilla sobre Cataluña en 1939, o tildar de ventoleraal europeísmo español (¿castellano?). Nada sólido, nada firme, nada consistente.
Suele decirse que el señor Pujol comienza sus conversaciones con otros dirigentes políticos españoles planteando como cuestión previa la "idea de España". Suponemos que con ello reclama aquiescencia para su fórmula de España como país, como realidad plurinacional, plurilingüe y pluricultural. Entablada en esos términos, la discusión ha de ser ardua. Resulta difícil reclamar el reconocimiento de la propia identidad negando la del presunto adversario, Porque, en realidad, el señor Pujol no tiene ninguna "idea de España", a no ser que se entienda por eso las vagas y negativas nociones que ofrece de Castilla. De los escritos del ilustre político ni siquiera puede deducirse que tenga idea del Estado llamado a albergar esa pluralidad lingüística y cultural que nadie discute. El señor Pujol tiene, es evidente, una idea de la comunidad catalana como identidad cerrada, maciza, unánime y sin conflictos. Pero a esa idea teológico-política, falaz y peligrosa, nunca podrá prestar su asentimiento un liberal español y europeo. El ideal de la armonía perfecta, tarde o temprano, siempre despierta las veleidades de la intolerancia.
Vengo de muy lejos, dijo una vez el señor Pujol a un auditorio de Aquisgrán; vengo de la Marca Hispánica, de un país coherente, ordenado, de una pieza ...; de un lugar que nunca existió.
Javier Varelaes catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.