¿Y quien nos vigila ahora?
Hizo de su apariencia una arquitectura de su propio pensamiento: los ojos de un hombre lleno de interrogantes, acuosos y extrañados; los dedos de un animador de la duda; las piernas tímidas, reconcentradas, de un viejo que siempre fue adolescente. Era igual por fuera y por dentro.Sencillo como un árbol y a la vez firme en su propia incertidumbre. Era también el retrato de un hombre que fue su propio país, y lo vivió y lo sufrió hasta el fin, cuando se encontró con una de las consecuencias terribles de este territorio implacable: unas declaraciones suyas sobre las conductas irregulares del Estado en el combate contra el terrorismo fueron razón suficiente para que el coro irrespetuoso de fariseos de mala baba cayera sobre su figura ejemplar tratando de rasgar el prestigio de una vida.
No pudo quedarse impertérrito el viejo profesor, para quien ese ataque ha sido una despedida triste de España, porque él sufrió, como espectador airado y tantas veces como protagonista, la muerte civil que como él padecieron otros en este país con cólera, desde Antonio Machado a Manuel Azaña.
Fue tremendo para él, eso es seguro, y ahora resulta probable que el mismo coro se retraiga y afirme en su olvido la propia cobardía de su gesto feroz contra un ejemplo de fe en los otros, de actitud mayor de tolerancia.
Sartre dijo ante la muerte de uno de sus contemporáneos que su desaparición privaba a la sociedad francesa de un vigilante moral. La muerte de Aranguren, precedida de aquella terrible suerte de muerte civil a la que fue sometido por unos desalmados, nos priva de un vigilante esencial, de un ser humano que se llevó consigo la tristeza de no ver que en este país creciera el respeto por la discrepancia. ¿Y quién nos vigila ahora?
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