El forajido posmoderno
En el cine más que en el teatro, la cara es el espejo del alma y del talento de un actor, pero una de las mejores interpretaciones de su vida la hizo Humphrey Bogart sin que se le viera la cara, oculto en la oscuridad del asiento trasero de un taxi o enmascarado por un vendaje menos propio del cine de gánsteres que del de terror. En La senda tenebrosa, que sigue siendo una película tersa y amarga, llena de sombra y de poesía, hecha en un blanco y negro que parece inventado para contar el tránsito de la noche al amanecer, Humphrey Bogart es un condenado que ha huido de la prisión de San Quintín y deambula sin tener dónde esconderse por las calles nocturnas de San Francisco, por altas escalinatas y callejones de asedio en los que pronto se encienden los faros de un coche de los años cuarenta.Bogart, el hombre inocente y sentenciado a quien interpreta, sabe que su misma cara, repetida por las primeras páginas de los periódicos, es su condena y su peor enemigo: cualquiera puede reconocerlo y denunciarlo, y el taxista de apariencia simple y conversadora que alza los ojos hacia el espejo retrovisor tratando de distinguir sus rasgos en la penumbra se le revela enseguida como un posible delator. No hay lugar seguro donde esconderse, no hay refugio que no se pueda convertir en una trampa. La única manera de escapar es escaparse de los rasgos de la propia cara, de modo que el fugitivo se somete a una operación clandestina y nocturna de cirugía estética, después de la cual, con la cabeza vendada y los andares sonámbulos, camina como un aparecido por las calles de San Francisco, a la primera luz del amanecer, un hombre con traje y corbata que, sin embargo, se parece a la momia ambulante de las películas de Boris Karloff.
Tras las vendas, bajo los emplastos terrosos del maquillaje, la cara de Boris Karloff acierta a expresar la desesperada ternura del sacerdote egipcio que ha vuelto a la vida empujado por el mismo amor que lo llevó a la muerte 5.000 años atrás. En La senda tenebrosa, en las escenas en que Bogart, convaleciente, no puede ni siquiera articular palabras, parece que los ojos que miran en silencio a Lauren Bacall a través de las ranuras en el vendaje están humedecidos por la incrédula gratitud que poco a poco se le va transfigurando en amor: cuando desaparecen las vendas, cuando el fugitivo ya puede mostrarse a la luz sin miedo a que su cara lo delate, casi sentimos nostalgia de: quien había sido hasta entonces, del hombre velado que hablaba en susurros y habitaba como un vampiro en el confinamiento de la noche y la clandestinidad.
Está claro que uno tiene una idea en blanco y negro de los fugitivos y los perseguidos: como sugiere despectivamente Holden Caulfield, el cine nos ha estropeado la imaginación. Vemos en el periódico la cara de un forajido, miramos en el vestíbulo de una dependencia oficial esos carteles con las fotografías de los terroristas más buscados, y de manera automática se nos contagia el desasosiego de la búsqueda y de la huida, y no nos cuesta nada, víctimas sin remedio de tantas películas, imaginar el encierro en una habitación sucia y vacía, el pavor a salir a la calle, el instinto de mirar de soslayo, de recelar de unos pasos que se acercan por atrás, de espiar en todos los ojos la mirada de un delator. Volvemos de un viaje por el extranjero y frente a la ventanilla del control de llegada nos inquietamos si el policía, en lugar de hacemos un gesto para que pasemos, examina un instante nuestra cara y la confronta con, la fotografía del pasaporte y luego baja los ojos y mira algo que hay en la pantalla de su terminal de ordenador. Todo dura un segundo, pero en ese tiempo tan breve cabe no sólo el miedo inmemorial que tenemos a los policías y a los controles de documentos, toda nuestra fragilidad de víctimas posibles de las arbitrariedades, de las confusiones de identidad, de los errores informáticos: también caben todas las películas de fugitivos y acosados que hemos visto desde la infancia, todas las persecuciones y emboscadas y delaciones a las que hemos asistido en el cine.
Pero nada de eso tiene ya ningún valor, y la realidad se parece menos que nunca a las películas que más nos han gustado. De hecho, a lo que se va pareciendo cada vez más la realidad es a las películas que detestamos. En La senda tenebrosa, Humphrey Bogart se esconde aunque es inocente del crimen por el que fue condenado. En las películas posmodemas, los malvados matan a destajo y a la luz j del día y luego salen a la calle con la pistola en la mano y se van charlando a tomar un café, vestidos de Armani y embadurnados de sangre, limpios de miedo y remordimiento. En la realidad, hace unos días, en una ciudad del Norte, hubo una persecución policial por las calles y un presunto forajido fue apresado, un individuo de aire rudo, receloso y tenaz al que se acusa de varios asesinatos a sangre fría y cuya foto había aparecido en todas partes, en los telediarios y en los periódicos, en esos carteles inquietantes que distribuye el Ministerio del Interior. Enfermo de cine, de cine antiguo, desde luego, yo supuse que ese individuo había llevado hasta que lo atraparon una vida tan secreta como Bogart en La senda tenebrosa: se desesperaría al ver su cara en los espejos, la misma cara que se multiplicaba en los carteles y en los periódicos. Ahora resulta, sin embargo, que el presunto criminal nunca se ocultó, que hacía la compra en el supermercado y esperaba distraído bajo las marquesinas de los autobuses, que saludaba a algún conocido por la calle, que acudió tranquilamente a una agencia inmobiliaria para interesarse por el alquiler de un piso. La cara ancha y roma y mal afeitada del perseguido que yo miraba en los carteles de los aeropuertos era para mucha gente la cara cotidiana de un vecino en cuyo comportamiento no encontraban nada reprobable. Habituado a la impunidad, es probable que al darse cuenta de que iba a ser detenido sintiera sobre todo estupor. Quizá también a él le influyen las películas. A los forajidos posmodernos el prosaico tecnicolor de la luz del día les ofrece un refugio mucho más seguro que las tinieblas de acoso y de culpa en las que se escondían los gánsteres y los fugitivos de nuestro inexistente pasado en blanco y negro.ç
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.